miércoles, 18 de marzo de 2015

366) El cerebro infantil (The Brain Child, 1956) El cerebro artificial de Edmund Cooper






Thomas Merrinoe odia a su hijo de diez años Timothy por no ser un genio. Es la trama inicial que propone Edmund Cooper para desarrollar un relato de ciencia ficción, en el que está vinculada íntimamente las relaciones de la familia. Esencialmente padre e hijo. Un padre ansioso que su hijo ame las matemáticas, física y todo tipo de ciencias exactas y lógicas, pero Timothy no le interesa en lo más mínimo, y se la pasa viendo televisión. Para ello el escritor introduce un elemento más para resolver este conflicto, y éste es la simpática máquina Pepping Tom. Una especie de robot que puede almacenar mucha información, responder preguntas, e incluso -si se lo programa bien- llegará hasta formular preguntas y sugerencias. El padre, cansado de lidiar con la torpeza de su hijo, programa a Pepping Tom para que enseñe a su hijo ciencias exactas. El niño acepta. Desde allí el relato toma consistencia y se torna más interesante porque surgirán problemas, y mucho más conflictos que antes, porque la contradicción inicial del padre se verá afectada de una manera inusual, jocosa y fantástica. Lo mejor de todo es el final. Es tan bueno y sorprendente que un año después en 1957, Edmund Cooper escribiría el guión de la película El niño invisible, del director Herman Hoffman. 


AQUÍ EL RELATO:




Aunque el doctor Thomas Merrinoe deploraba en su fuero interno el hecho de que su hijo, de diez años de edad, no diera señales de ser un genio, estaba agradecido a Dios por ciertos pequeños favores. El chiquillo no tenía dos cabezas, ni era un idiota congénito en el sentido clínico. Objetivamente, casi podía decirse que Timothy era un ejemplar normal... con una cantidad crecida de rasgos atávicos.
Esto era una fuente de continuas preocupaciones para el doctor Merrinoe. Como director de un equipo ocupado en proyectar y construir cerebros electrónicos, estaba profesionalmente disgustado por la idea de que un calculador de capacidad equivalente a la de un ser humano podía ser manufacturado por medio de un trabajo inhábil. Afortunadamente, esto no le impidió engendrar a Timothy.
Pero, como padre comprensivo, el doctor Merrinoe quedaba algo por debajo del nivel habitual. Su esposa, Mary, una rubia sensible que consideraba a la trigonometría como una grave operación abdominal, tenía muchas dificultades en convencerle de que la infancia era, no sólo deseable, sino necesaria. Con su característica impaciencia, el doctor Merrinoe había tratado de enseñar a Timothy a jugar al ajedrez a la edad de tres años, y el cálculo diferencial a los cuatro años y medio.
Después de todo, argüía, ¿de qué servía la ciencia si no podía ser aplicada a la vida? Si era posible adaptar un cerebro electrónico a todos los procesos del razonamiento matemático, ¿por qué no podía hacerse lo mismo con un chiquillo? Encontró la respuesta con mucha rapidez. Era trágicamente sencilla. En materia de enseñanza, la máquina no tenía opción. ¡Y el chiquillo la tenía!
Cuando cumplió los diez años, Timothy se las había arreglado no sólo para destruir la fe del doctor Merrinoe en todos los métodos educativos conocidos, conduciéndole a buscar consuelo en unos mayores y más perfeccionados cerebros electrónicos, sino también para ignorar la ciencia de las matemáticas completamente.
De modo que cuando, en el ápice de su carrera, el doctor Merrinoe, después de tres años de ímprobos trabajos, consiguió terminar el cerebro electrónico llamado Peeping Tom, los frutos de su victoria tuvieron para él un gusto ligeramente amargo.
Había construido un cerebro que podía ver, oír, hablar y en un sentido limitado, sentir. Había construido un cerebro al lado del cual las jaulas electrónicas del mundo occidental parecerían simples juguetes. Había preparado a Peeping Tom para contestar preguntas que nadie sería lo bastante sabio para formular. Sin embargo, no podía enseñar a su propio hijo que dos y dos eran cuatro.
Una tarde, sentado en frente del cromado rostro de Peeping Tom, contemplando sus ojos de pantalla televisiva y el altavoz que tenía por boca, el doctor Merrinoe no experimentó el menor júbilo: sólo una leve amargura. Era lamentable, pensó, que uno pudiera imprimir las huellas de su trabajo en todas las cosas... excepto en los niños.
Poco tiempo atrás había adquirido la costumbre de hablar consigo mismo, por fortuna únicamente cuando estaba solo. Pero, aunque su presente abstracción no era más que un monólogo murmurado en voz baja, no tardaron en recordarle que no estaba completamente solo.
—Perdone, señor —dijo Peeping Tom—. ¿Tendría usted la bondad de facilitarme los datos exactos del problema?
El doctor Merrinoe enrojeció con una sensación de culpabilidad, pero no tardó en reaccionar, recordando que Peeping Tom era sólo una máquina, después de todo.
—¡Vete al infierno, glorificada pianola! No estaba hablando contigo.
—Lo siento, señor —replicó Peeping Tom humildemente—. Pero como no hay nadie más presente, y puesto que me preparó usted para contestar a todas las preguntas, creí...
—¡Cierra el pico! —le interrumpió el físico—. Vete a dormir.
Los ojos de Peeping Tom brillaron con desaprobación.
—Sí, señor.
—¡No, espera un momento! —gritó Merrinoe—. ¿Eres inteligente?
—No, señor. Simplemente listo.
—Correcto. Ahora, dime quién te ha construido, a quién perteneces y cuál es tu trabajo.
—Me proyectó usted, señor, y su equipo me construyó. Pertenezco a la Imperial Electric Inc., que pagó dos millones, doscientos cuarenta y cinco mil, trescientos sesenta y siete dólares y treinta y tres centavos por los materiales y la construcción.
—Exacto —asintió el doctor Merrinoe—. ¿Puedes ganarme al ajedrez?
—Sí, señor.
—¿Puedes calcular cuántos átomos hay en el cosmos?
—Sí, señor... aproximadamente.
—¿Puedes calcular cuánto arroz consumirá la probable población de China en 1975?
—Sí, señor.
—Entonces —dijo el doctor Merrinoe con ironía—, no cabe duda de que serás capaz de resolver un problema sencillo. ¿Por qué se chupa el dedo un niño?
Se retrepó en su asiento, con aire satisfecho, esperando que Peeping Tom admitiera su derrota.
—Un niño se chupa el dedo —replicó el cerebro inesperadamente— por los siguientes motivos: a) porque lo han destetado demasiado pronto, b) porque está echando los dientes, c) porque experimenta inseguridad, o d) porque tiene hambre. Si persiste en la costumbre de chuparse el dedo, se recomienda que...
—¡Diablos! —exclamó el doctor Merrinoe—. ¿Quién te metió todo eso en el buche?
Peeping Tom pareció gozar su momento de triunfo.
—Usted, señor —dijo—. Usted almacenó en mi memoria el contenido de un millar de escogidos manuales. Uno de ellos era Cómo cuidar a los niños, de Benjamin Spock, M. D.
El doctor Merrinoe estaba ligeramente furioso.
—Bien. En tal caso, quizá tú, íncubo chupador de amperios, podrás decirme por qué mi hijo Timothy combina las características físicas del homo sapiens con la capacidad mental de un simio antropoide.
—De acuerdo con la teoría de la evolución —empezó Peeping Tom sentenciosamente—, una forma de vida primitiva es capaz de...
—¡Déjate de monsergas! —le interrumpió el físico, dando rienda suelta a su indignación—. Lo que quiero que me digas es por qué está mi hijo retrasado intelectualmente, a pesar de sus antecedentes generales.
—¿Puedo pedir los datos más importantes?
—Desde luego —dijo el doctor Merrinoe regiamente—. Procuraré ser completamente objetivo.
A pesar de sus limitaciones mecánicas, Peeping Tom se las arregló para dar la impresión de que respiraba a fondo.
—Necesito conocer su edad, estado de salud, peso, tipo físico, forma del cráneo, vocabulario aproximado, habilidades manuales, características emotivas, intereses primarios, costumbres, aficiones y ambiciones. También necesito valorar sus relaciones con su madre, y sus relaciones con usted.
El doctor Merrinoe contempló el aplastado rostro de Peeping Tom, con aire aterrado.
—No son muchos datos, ¿verdad?
—No, señor —respondió suavemente Peeping Tom. Luego añadió—: Si puedo permitirme una sugerencia, señor, ¿por qué no me habla usted de Timothy a su manera? Yo iré recogiendo los hechos importantes a medida que vayan surgiendo.
El doctor Merrinoe estaba demasiado preocupado por todo aquel asunto para darse cuenta de que acababa de producirse un hecho crucial en la historia de los calculadores electrónicos. Era la primera vez que uno de ellos hacia una sugerencia por su propia iniciativa.
—Tal como yo lo veo —empezó el físico pensativamente— Timothy posee una cualidad primordial: la obstinación. Es tan obstinado como una mula, con un complejo de zanahoria. Al principio, me decía a mí mismo que esto era una especie de vigorosa independencia, pero...
Y el doctor Merrinoe siguió hablando, durante media tarde, confiando sus problemas a la máquina de su propia creación. Peeping Tom escuchaba tranquilamente, sin alterar para nada la soñolienta expresión de sus ojos cuadrados.
Finalmente, el doctor Merrinoe pareció haberse agotado a sí mismo. Se interrumpió en medio de una frase, parpadeó como si despertara de un sueño y llegó a la conclusión de que en los últimos tiempos había trabajado demasiado.
Peeping Tom aprovechó la oportunidad para emitir su veredicto.
—Es evidente, señor, que existe un desajuste. De todos modos...
—¡Desajuste! —exclamó el doctor Merrinoe—. Desde luego, el chico está desajustado. Por eso he estado perdiendo el tiempo hablando contigo.
Los ojos de Peeping Tom brillaron intensamente.
—No me refiero a un desajuste en Timothy, señor —anunció—. Lo que quiero decir es que usted es un padre desajustado.
El doctor Merrinoe trató de conservar su científica objetividad...
—Una interesante teoría —concedió, con cierta ironía—. Naturalmente, tendrás alguna solución que ofrecer...
—Naturalmente —asintió Peeping Tom—. Dado que no ha conseguido usted despertar la curiosidad intelectual del chiquillo, es evidente que tiene que aplicarse otra clase de estímulo.
—¿Cuál? —preguntó el doctor Merrinoe.
—Yo —respondió Peeping Tom.

El doctor Merrinoe cerró silenciosamente la puerta detrás de él y compuso una cansada sonrisa para su esposa.
—¿Has tenido un buen día, querido? —le preguntó Mary. El doctor Merrinoe notó con satisfacción que, a los treinta y siete años, su esposa seguía siendo sumamente atractiva. Era un gran consuelo.
—Terrible —contestó—. Hemos llegado al punto crítico de nuestro trabajo...
—La cena está a punto —dijo Mary.
El doctor Merrinoe se portó como un marido complaciente.
—¿Dónde está Timothy? —preguntó en tono casual.
—Viendo alguna película de capa y espada en la televisión.
El doctor Merrinoe hizo un ruido parecido al de un neumático que acaba de recibir un pinchazo.
—Creo que no sería mala idea coger un hacha y emprenderla a golpes con ese condenado aparato. Está destruyendo su iniciativa, para no hablar de sus facultades críticas. Cuando yo tenía su edad...
—Querido —le interrumpió mistress Merrinoe amablemente—, estás tomando demasiada adrenalina. Te agradecería que controlaras un poco más tu lenguaje... por lo menos en casa. Las paredes tienen oídos.
—¡Hum! ¿Ha cenado el Niño Maravilloso?
—Sí, no quería perderse la película.
—¡No quería perderse la película! —repitió el doctor Merrinoe en tono irritado, siguiendo a su esposa al comedor—. Bueno, supongo que tenemos que mostrarnos agradecidos por poder disfrutar de una cena tranquila juntos... A propósito, más tarde quiero charlar un rato con él... ¿No hueles a quemado?
Mary suspiró.
—El único que huele a quemado eres tú, querido. Oye, ¿por qué no vas a ver a un psiquiatra?
—¿Para Timothy?
—No, para ti. Timothy se encuentra perfectamente, pero parece que te está produciendo una desmedida ansiedad, que se está convirtiendo en neurosis. Si le dejaras en paz, todos iríamos mucho mejor.
—¡Ansiedad! ¡Neurosis! El chico no puede ni siquiera decirme la raíz cuadrada de ochenta y uno sin agitarse como un saltimbanqui.
—Tampoco yo puedo hacerlo.
El doctor Merrinoe trató de componer una sonrisa que resultase a la vez superior y amable.
—No me casé contigo por tu cerebro, querida.
—Ni yo —replicó secamente su esposa—, concebí a Timothy por el tuyo. Ahora, no discutas; es malo para tu digestión.
El doctor Merrinoe no discutió. Clavó la vista en el plato que tenía delante de él y empezó a comer. Al fin y al cabo, era natural que Mary se despreocupara alegremente de la debilidad intelectual de su hijo: los que poseen belleza no suelen interesarse demasiado por la capacidad mental. Pero, en tanto que el objetivo a cumplir por Mary en la vida era principalmente decorativo, el de su hijo no lo era, decididamente.
Lo malo de Timothy, pensó el doctor Merrinoe con amargura, era que no tenía mucho de nada; su personalidad era borrosa; y aunque desde luego no era feo, sus rasgos daban la impresión de haber sido elaborados apresuradamente... como si su creador le hubiera dado los toques finales de prisa y corriendo.
Al final de la cena, mientras el doctor Merrinoe se tomaba su segunda taza de café y se fumaba un cigarrillo, al objeto de sus tristes sueños se dignó aparecer.
—Hola, papá —dijo Timothy, asomando cautelosamente la cabeza por la puerta.
—Hola, hijo —dijo el doctor Merrinoe, componiendo una mueca que quería ser una amistosa sonrisa.
Interpretando a su manera aquella mueca, Timothy avanzó y trató de dar una nota compasiva a su voz:
—¿Te duele otra vez la cabeza?
—No, no me duele la cabeza —replicó su padre en tono enojado—. ¿Qué te ha hecho pensarlo?
—Nada.
—Entonces, no seas idiota... ¿Te ha gustado la película?
—No estaba mal del todo. Pero me gustaría que dieran otra del espacio.
—Si te interesan los temas del espacio —empezó el doctor Merrinoe diplomáticamente—, ¿no te gustaría ser capaz de calcular la velocidad de un cohete lunar?
—No. Preferiría construir uno.
—No puedes construir un cohete hasta que sepas bastantes matemáticas para...
Timothy bostezó.
—Por eso prefiero mirar la televisión.
Su padre empezó a mirar como si tuviera dolor de cabeza otra vez.
—Timothy —dijo el doctor Merrinoe amablemente—, ¿te gustaría venir conmigo mañana y ver a Peeping Tom?
—¿A ese viejo cerebro que has estado haciendo?
—Sí.
—¡Oh! Mañana es sábado, ¿verdad?
—Sí. ¿Importa eso algo?
Timothy respiró profundamente.
—Pensaba ir al cine.
A su vez, el doctor Merrinoe respiró a fondo.
—Irás a ver el cerebro.
Mistress Merrinoe dirigió a su marido una mirada de intensa exasperación. Una mirada que preludiaba una desagradable tormenta para el momento en que Timothy se hubiera ido a la cama.

El sábado por la tarde, un hombre alto y un niño pequeño se adentraron en la amplia necrópolis que, en los fines de semana, era la Imperial Electric Inc. El doctor Merrinoe, con una mezcla de curiosidad y resignación, condujo a Timothy a la estancia donde Peeping Tom descabezaba sus sueños electrónicos.
Se acercaron al tablero de control y el doctor Merrinoe dio la vuelta al interruptor central. Los ojos de Peeping Tom brillaron perezosamente. Timothy se sintió ligeramente impresionado.
—Estoy preparado, señor —dijo Peeping Tom—. ¿Cuáles son sus instrucciones?
El doctor Merrinoe instaló a Timothy en una silla.
—Voy a dejar aquí a mi hijo Timothy, mientras yo termino un trabajo en mi oficina. Contestarás a todas las preguntas que te haga, y procurarás entretenerle hasta que yo regrese.
—Sí, señor —respondió Peeping Tom.
El doctor Merrinoe hubiera jurado que el cerebro le guiñaba un ojo. Mientras se alejaba, oyó la pregunta de apertura de Timothy:
—Si una ardilla y media se comen una nuez y media en un día y medio, ¿cuántas nueces se comerán nueve ardillas en nueve días?
—Ochenta y una —murmuró el físico para sí mismo con aire ausente.
Se sobresaltó al oír la respuesta del cerebro:
—Cincuenta y cuatro, señor.

Durante las dos horas siguientes, el doctor Merrinoe permaneció sentado en su oficina, completamente absorto en la lectura de una revista de ciencia-ficción. De pronto, echó una mirada al reloj de su despacho y se sintió repentinamente arrojado de un mundo donde unos octópodos anfibios perseguían a unas bellas muchachas terrestres... y casi las atrapaban.
¡Dos horas! Y se había propuesto dejar a Timothy con el cerebro cosa de media hora...
El doctor Merrinoe se apresuró a esconder la revista en uno de los cajones de su escritorio. A continuación salió de la oficina y se encaminó hacia la sala de control con cierta aprensión. Su propósito había sido el de dejar que Peeping Tom tratara de mejorar a Timothy. Pero, ¿y si a Timothy se le había ocurrido la idea de mejorar a Peeping Tom?
Mientras, con el corazón palpitante, corría escaleras arriba, el doctor Merrinoe oyó un ruido que sonaba como si el campeón mundial de los charlatanes estuviera pronunciando un discurso en chino. Al abrir la puerta, reconoció la voz de Peeping Tom. Timothy estaba completamente dormido. El doctor Merrinoe experimentó una sensación de alivio.
—El experimento parece haber producido un resultado negativo —observó, contemplando la dormida figura de su hijo.
—Se trata de una simple hipnosis, señor —explicó Peeping Tom—. Era necesario desacoplar los factores inhibitorios antes de que pudiera prepararle adecuadamente.
—¿Antes de que pudieras qué? —balbució el doctor Merrinoe.
—Antes de que pudiera prepararle adecuadamente. Ahora ha recibido un curso intensivo de matemáticas y física. Confío en que encontrará usted satisfactorio el resultado.
—Sólo hay una pequeña dificultad —dijo el doctor Merrinoe, respirando agitadamente—, y es que mi hijo no es una máquina.
—No, señor —convino Peeping Tom—. Por ello he previsto un setenta por ciento de ineficacia. ¿Tiene usted la amabilidad de despertarle con cuidado?
El físico lo hizo. Al cabo de unos momentos, Timothy abrió los ojos, bostezó y se desperezó.
—Muy interesante —observó vagamente—. Muy interesante, pero, ¿podemos irnos a casa? Tengo hambre.
El doctor Merrinoe dirigió una compasiva sonrisa al cerebro electrónico. Pero Peeping Tom no hizo ningún comentario; al parecer, no estaba de humor para ello.

La primera reacción se presentó después de un té desacostumbradamente tranquilo. En vez de salir corriendo hacia el aparato de televisión, Timothy desapareció en la biblioteca de su padre para salir de ella, al cabo de unos instantes, con un libro en las manos. Entonces se sentó en un rincón y empezó a leer.
—Has estado amedrentándole —acusó Mary en un susurro—. ¿Qué le has dicho esta tarde?
—Nada —protestó el doctor Merrinoe—. Nada en absoluto. Le he dejado que se divirtiera con Peeping Tom, mientras yo ponía en orden algunos papeles en mi oficina.
—Alguien ha estado amedrentándole —insistió Mary—. O quizás está enfermo.
Timothy alzó los ojos del libro.
—¿Crees que un hombre puede hacerse invisible a sí mismo? —preguntó.
—Desde luego que no —respondió su padre—. ¿Por qué?
—Es el tema de este libro, El Hombre Invisible. Parece una historia bastante buena.
Recordando su propio período H. G. Wells, el doctor Merrinoe quedó sorprendido.
—¿No es un poco difícil para ti, Timothy? Yo no lo leí hasta los catorce o quince años.
Timothy sonrió.
—Es un poco anticuado, pero no está del todo mal... ¿Te gustaría jugar una partida de ajedrez, papá? Hace tiempo que no jugamos.
El doctor Merrinoe se sintió ligeramente incómodo.
—Creía que no te gustaba el ajedrez... Siempre has dicho que te aburría.
—Sí, es cierto —dijo Timothy—. Pero entonces era más joven que ahora.
Se frotó las sienes y por unos momentos pareció intrigado por algo. Luego se dirigió a un pequeño escritorio, sacó de él una caja y un tablero y empezó a colocar las piezas. Miró a su padre con expresión divertida.
—Creo que me iré a ver la televisión —dijo mistress Merrinoe débilmente—, mientras los dos genios luchan sobre el tablero.
El doctor Merrinoe miró a su esposa, se encogió de hombros con un gesto de impotencia, y luego volvió su atención al tablero.
—¿No te enfadarás si te gano? —preguntó Timothy.
—Desde luego que no —aseguró el doctor Merrinoe, moviendo su peón de rey—. Al contrario, me alegraría... y también me sorprendería.
—A mí no —dijo Timothy.
Pero, al cabo de un cuarto de hora, su padre le dio jaque mate con cierta facilidad... y con una sensación de alivio. El muchacho no había cambiado... o había cambiado muy poco, por lo menos.
—No has jugado muy bien —acusó Timothy.
—Te he ganado, ¿no?
Una divertida sonrisa apareció en el rostro de Timothy.
—Vamos a jugar otra partida. Había olvidado alguno de los trucos.
—¿Tienes sed de venganza? —inquirió secamente el doctor Merrinoe. Colocó las piezas otra vez.
Timothy frunció ligeramente el ceño, pareció vacilar, y finalmente dijo:
—Si te gano, ¿me darás quince dólares?
—¿Qué?
—He dicho si me darás quince dólares si te gano.
El doctor Merrinoe miró a su hijo con una grave expresión.
—¿Y qué pasará si gano yo?
—Te daré treinta centavos a la semana durante un año —dijo Timothy rápidamente—. Es un trato justo, ¿no?
—Desde luego —respondió su padre, con una débil sonrisa—. Espero que esto será una lección para ti. ¿Para qué quieres los quince dólares?
Timothy hizo una mueca.
—Te lo diré cuando termine la partida.
—Tú mueves —dijo el doctor Merrinoe secamente.
La partida duró un poco más de dos horas. Al principio el doctor Merrinoe movió sus piezas con cierto descuido, y luego con más cuidado. Al cabo de veinte minutos había perdido un caballo y un alfil en rápida sucesión, en tanto que Timothy se había limitado a sacrificar tres peones.
Esto pareció enervar al doctor. Empezó a jugar con intensa concentración, hasta que una brillante combinación que tenía que darle la partida le costó la reina.
Timothy, por su parte, había vuelto a coger la novela y se absorbió en ella entre movimiento y movimiento. Casi con pesar administró el coup de grace al mismo tiempo que llegaba al final del capítulo diecisiete.
—Timothy —dijo el doctor Merrinoe con voz quebrada, mientras se sacaba el billetero del bolsillo—, ¿cómo te las has arreglado?
—Jugando de acuerdo con las reglas —respondió el muchacho enigmáticamente.
Se produjo un profundo silencio mientras Timothy recogía los billetes. Su padre contemplaba ansiosamente aquel diminuto Frankenstein que era su propia carne y su propia sangre.
Al cabo de un rato, el doctor Merrinoe recordó que su hijo había prometido decirle para qué quería el dinero cuando terminara la partida.
—¿Qué es lo que vas a hacer con el dinero? —preguntó.
—Comprar unas cuantas cosas que necesito para unos experimentos.
—Ya —murmuró el doctor Merrinoe.
Timothy bostezó.
—Creo que voy a acostarme. Gracias por haber jugado conmigo, papá. Espero que no te importará haber perdido.
—En absoluto —mintió su padre—. Ha sido un placer.
Mistress Merrinoe, cuyo interés por la televisión había desaparecido por completo desde el momento en que Timothy empezó a ganar, contempló a su hijo con orgullo. Mientras el chiquillo desaparecía en dirección a su cuarto, su madre observó que llevaba el ejemplar de El Hombre Invisible debajo del brazo.
Cuando Timothy hubo cerrado la puerta detrás de él. Mistress Merrinoe se encaró con su marido con la expresión de una leona hambrienta.
—¿Qué le ha sucedido a mi niño? —preguntó—. ¿Qué le has hecho?
—Nada... nada en absoluto —murmuró el doctor Merrinoe—. Creí que Peeping Tom le enseñaría algunos trucos, pero no imaginé que le hicieran un efecto tan rápido.
—¡Algunos trucos! —escupió mistress Merrinoe—. Si ese bicho electrónico le ha hecho algún daño a mi Timothy, te juro que voy a... voy a...
La mirada que dirigió a su marido fue todo un poema.
Recordando la «preparación» hipnótica de Peeping Tom, el doctor Merrinoe se estremeció.

Durante el domingo, hubo algo parecido a una tregua. Inconscientemente, el doctor Merrinoe evitó a su hijo en la medida de lo posible, en tanto que Timothy, por su parte, pasaba la mayor parte del tiempo en su cuarto.
El físico descubrió que de su biblioteca habían desaparecido unos cuantos libros más, incluido un macizo volumen sobre mecánica ondulatoria. La idea de Timothy leyendo un texto de mecánica ondulatoria había dejado de ser ridícula: ahora resultaba terrorífica. Pero el doctor Merrinoe no hizo ningún comentario, pensando que era más prudente esperar los resultados.
No tuvo que esperar mucho.
La tormenta descargó el lunes por la noche. Al regresar a su casa, algo tarde, después de un largo e infructuoso experimento, el doctor Merrinoe se enfrentó a una esposa histérica.
—¡Gracias a Dios que has llegado! —sollozó Mary—. He estado tratando de llamarte desde hace más de una hora. Tienes que hacer algo con Timothy rápidamente, antes de que me vuelva loca.
—¿Timothy? —repitió el doctor Merrinoe nerviosamente—. ¿Dónde está? ¿Se encuentra bien?
—¿Si se encuentra bien? —chilló mistress Merrinoe—. ¡No tardarás en ver lo bien que se encuentra!
En aquel momento se abrió la puerta del comedor y un par de zapatos entró en la estancia. Encima de los zapatos había un par de pantalones vacíos los cuales soportaban a su vez a una americana, asimismo vacía.
—¡Hola, papá! —dijo Timothy alegremente—. Quería darte una sorpresa.
El doctor Merrinoe se estremeció ante aquella aparición.
—¡Timothy! —exclamó—. ¡Timothy! ¿Qué es lo que has hecho?
—Reorganizar mi estructura molecular —explicó tranquilamente Timothy—, y rebajar a cero mi índice refractivo.
—¡Es... es... imposible!
—Ya lo dijiste antes, pero aquí estoy. El hombre del libro lo hizo, de modo que también lo he hecho yo.
El sudor corría a chorros por la frente del doctor Merrinoe.
—¡Pero, Timothy, escucha! El libro era sólo una historia... pura invención. Es algo que no pudo ocurrir.
—Pues ha ocurrido —dijo Timothy—. Fíjate: ésta es mi mano. —Y golpeó a su padre, no demasiado suavemente, en la espalda—. ¿Crees que esto es invención?
El doctor Merrinoe se dejó caer sobre una silla, notando que las piernas se negaban a seguir sosteniéndole. Mistress Merrinoe, a su vez, abrió unos ojos como platos y se desmayó en brazos de su marido.
—Mira lo que has hecho —murmuró el doctor Merrinoe furiosamente—. Será mejor que me ayudes a llevarla a la cama.
Un par de manos invisibles ayudaron al doctor Merrinoe en su penosa tarea.
Acomodó a su esposa en la cama y luego se volvió hacia el traje vacío con una expresión patética en los ojos.
—¿Cómo... lo has conseguido?
—El aparato está en mi cuarto —dijo Timothy. Anticipándose al movimiento de su padre, añadió—: No, no vayas allí. Podrías morir electrocutado, o volverte invisible, o algo por el estilo. Desde ahora, nadie puede entrar en mi habitación.
El doctor Merrinoe estuvo a punto de apelar a la ley, pero lo pensó mejor.
—De acuerdo, hijo mío —dijo—. Pero... ¿puedes... puedes volver a tu estado normal?
El chiquillo estalló en una carcajada.
—No deseo hacerlo. Esto es muy divertido. Además, piensa en lo que van a decir en la escuela.
El doctor Merrinoe se estremeció. Estaba pensando en lo que el mundo podía decir. Y también pensaba en lo que el mundo podía hacer. En aquel momento, Mary abrió los ojos. Y empezó a gritar. El doctor Merrinoe se sintió presa de un pánico atroz.
—Timothy, tienes que volver a tu estado normal —suplicó—. Tienes que hacerlo. Esto no es honrado por tu parte. Es...
Se interrumpió, rezando mentalmente en demanda de una ayuda sobrenatural. ¿Cómo podría dominar a un chiquillo invisible?
Luego, súbitamente, tuvo una inspiración.
—Te apuesto veinticinco dólares —dijo— a que no puedes hacerte visible otra vez.
—¡Hecho! —gritó Timothy.
Americana, pantalones y zapatos se movieron rápidamente. Una puerta se abrió y volvió a cerrarse, y el invisible chiquillo subió las escaleras de tres en tres. Con un suspiro de desaliento, el doctor Merrinoe se volvió hacia su esposa y palmeó cariñosamente su mano.
—Me divorciaré de ti —gimió Mary—. Por crueldad mental. ¡Tú y tu psicopático cerebro!
—No te pongas así, Mary —balbució el doctor Merrinoe—. Todo se arreglará, ya lo verás. Ahora ha ido a recobrar su estado normal. Lo único que tendremos que hacer será vigilarle cuidadosamente durante una temporada.
—¡Vigilarle cuidadosamente! —estalló mistress Merrinoe—. Cuando en cualquier momento puede decidir convertirnos en una pareja de ratones blancos.
—Eso no sería posible, querida. Si entendieras un poco en física podría...
—¡Física! —se mofó Mary— ¿Acaso puedes tú hacerte invisible? No seas idiota. —Se frotó los ojos con un pañuelo y sollozó—: Esto es obra del diablo.
A menos que el diablo hubiese sido también «preparado» por Peeping Tom. el doctor Merrinoe tenía serias dudas acerca de la ayuda práctica que hubiera podido prestar, por falta de conocimientos científicos. Pero Mary no estaba de humor para que se le llevara la contraria, de modo que el doctor Merrinoe se calló.
Hubiera dado cualquier cosa por presenciar cómo Timothy se hacía visible otra vez, pero algo pareció advertirle de lo inconveniente que resultaría intentarlo. De modo que se sentó a esperar, con ansiedad.
En el piso superior empezó a sonar un misterioso zumbido. Súbitamente, el zumbido aumentó de volumen para apagarse con la misma rapidez con que había empezado. A continuación se oyó un ruido como de cristales rotos.
Unos momentos después, Timothy se presentó en la habitación, luciendo una tolerante sonrisa en su rechoncho rostro. El doctor Merrinoe se secó la frente. Luego vio el significativo brillo de los ojos de Timothy, y se apresuró a sacar su billetero. Escogió dos billetes de diez dólares y uno de cinco.
—Ahora, Timothy —dijo, blandiendo los billetes ante la nariz de su hijo—, quiero que me prometas una cosa: que nunca más te harás invisible con ese... con ese aparato. En realidad, creo que no sería mala idea que esta misma noche lo hiciéramos pedazos. Desde luego, tomaré unas cuantas notas para un informe científico, pero...
—Nadie entrará en mi cuarto —le interrumpió Timothy en tono decidido. Su mano se cerró alrededor de los billetes—. Ahora que lo he hecho una vez, he perdido todo interés en ello. Lo hice únicamente porque tú dijiste que era imposible. Pero acabo de descubrir un problema mucho más interesante.
—¿Qué clase de problema? —balbució el doctor Merrinoe.
—La anti-gravedad —dijo Timothy, con una sonrisa feliz.
El doctor Merrinoe empezó a verlo todo oscuro. El suelo empezó a moverse ligeramente, y de pronto tuvo la vaga sensación de que ascendía a su encuentro.
Desde lejos, desde muy lejos, oyó a Timothy explicar ávidamente por qué la teoría general de la relatividad era errónea en algunos de sus puntos. Pero el doctor Merrinoe estaba más preocupado por el aspecto práctico de la cuestión. Estaba ya calculando cuánto podría costarle no ir a la luna.

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