George Eliot nos lleva de la mano hacia un Venus bien candente en todos los sentidos. Candente por los venusianos que apapachan a los tripulantes de la nave norteamericana que aterriza en el planeta del amor. Es un relato un poco desubicado dados los avances tecnológicos actuales, un poco desfasado, con más ficción que ciencia, pero sabroso, sustancioso porque desentraña los peores atributos del ser humano cuando quiere dominar a otra raza. Toda la ambición, egoísmo y bajezas que es capaz para conquistar a seres que son diferentes a ellos; pese a ese afán de conquistar a los venusianos con toda la vileza y la falta de otredad, la tripulación norteamericana se verá enfrentada al poder de los venusianos: el amor. Mientras los terrícolas están cargados de miedo, armados hasta los dientes, los venusianos no les interesa pelear, rendirse, e incluso morir.
Me recuerda cuando el pistolero en la película El Topo de Alejandro Jodorowsky quiere enfrentarse al último amo del desierto, y éste no se resiste, y dice que ya no tiene revolver, y que cambió el revolver por una red y tendrá que batirse con los puños, pero no lo alcanza y cuando intenta disparar se defiende con una red para cazar moscas. Y que él no tiene nada ya para defenderse. Su misma violencia puede matarlo a él.
El relato de George Eliot juega con el combate total, redondo del Amor Vs Guerra, pero desde un punto de vista profundo, analizando su incompatibilidad, porque los tripulantes después de masacrar a los venusianos no están conformes con su pasividad y en ese sentido fracasan. Según, Rossi, un tripulante del relato, siempre quedará Marte, un planeta apto para luchar, donde estén mano a mano. Guerra Vs Guerra.
George P. Eliot
Una
cosa nos sorprendió en la borrascosa superficie de Venus, y de un modo
agradable: la temperatura. No bajaba de los 10 grados centígrados en los polos,
ni superaba los 70 grados en el ecuador. Vimos varios volcanes en actividad, y
ninguna señal de agua. En la zona templada meridional, resguardada por una
cordillera de montañas de unos 20.000 pies de altura, y un par de horas antes
de la tormenta más próxima, aterrizamos. Rossi y Bertel, blindados y
precavidos, empezaron a explorar los alrededores de la nave; el doctor Pound y
yo les cubrimos con el cañón depresor.
No
había nada que descubrir sino granito. Una montaña de granito, una llanura de
granito, rocas de granito, capas de granito. Y polvo de granito, por todas
partes polvo de granito. Regresamos a la nave y nos pusimos nuevamente en
marcha, huyendo de la tormenta que se acercaba. Nos detuvimos en medio de una
llanura de una extensión aproximada a la de África. Granito.
Después
de setenta y dos horas de infructuosa exploración, nos encontrábamos todos en
un estado de ánimo deprimido, especialmente Rossi el cual, siendo el experto de
esta fase de nuestra expedición, parecía sentirse ligeramente culpable del
estado de cosas en el segundo planeta. Bertel se marchó a dormir. y yo, como
hago siempre en tales casos, me dediqué a comer más de la cuenta. El doctor
Pound había dejado de rezar; de su rostro se había borrado incluso aquella
sonrisa que costó tres siglos de conquistas anglicanas; permanecía pegado a su
periscopio, contemplando el granito.
En
lo íntimo de nuestras mentes se albergaba el temor al fracaso. Cinco
expediciones a Marte habían fracasado: se habían acercado al planeta, habían
comenzado el aterrizaje, y nada más se supo de ellas. Nosotros habíamos sido
enviados a Venus, y también estábamos fracasando. A pesar de que aterrizamos
sin contratiempos, y a pesar de que probablemente podríamos regresar sanos y
salvos, estábamos fracasando. No habíamos encontrado lo que debíamos encontrar.
Quedamos
incomunicados con la Tierra a causa de las tormentas; creo que todos nos
alegrábamos de ello, ya que de no ser por esa circunstancia hubiésemos tenido
que esperar hasta la hora 300, tal como se había planeado, para utilizar
nuestro último recurso. Disponíamos de 500 horas en total; si nos quedábamos
más tiempo, nuestro regreso a la Tierra podría verse seriamente comprometido.
No
podíamos utilizar el cráter de uno de los volcanes apagados, como estaba
proyectado, porque los cráteres aparecían llenos de arena. Acordamos hacerlo en
una zona templada, y cerca de una montaña. Regresamos al lugar de nuestro
primer aterrizaje. Al llegar nos encontramos con una tormenta venusiana en todo
su apogeo. Rossi dijo que debíamos apresurarnos a eliminar la intensa
radioactividad. Dejamos caer la bomba a la hora 82; y a la hora 96 regresamos,
completamente protegidos, esperando encontrar unas cuantas variaciones más
sobre el mismo tema: granito. Y en vez de ello, creímos encontrar lo que
estábamos buscando: recursos naturales y seres racionales... ricos y enemigos.
La
cavidad que la bomba había producido tenía centenares de pies de profundidad.
En ella existían evidencias de muchos depósitos minerales, incluyendo, dijo
Rossi, una gran veta de oro y grandes cantidades de pecblenda. Pero su
entusiasmo ante los minerales y el agua desapareció repentinamente ante el
descubrimiento de las evidencias de vida madrigueras excavadas en el interior
de la cavidad. No muchas, y no muy grandes —de unos cuatro pies de diámetro—,
pero a intervalos regulares y sin duda alguna artificiales.
—¡Allí!
—gritó el doctor Pound, con los ojos pegados a su periscopio—. ¡Allí! ¡Uno de
los agujeros que había allí ha desaparecido!
Desde
luego, el lugar estaba bastante oscuro, y el doctor Pound no era un observador
en el cual pudiera confiarse demasiado, pero juró y perjuró que mientras estaba
contemplando una de aquellas aberturas, ésta se había cerrado. En menos de diez
segundos desapareció de allí, y su lugar quedo ocupado por la uniforme pared de
granito. No podía haber sido la arena. Nos colocamos nuestras armaduras y
salimos de ahí.
Fuimos
acercándonos lentamente al más próximo de los agujeros. Rossi llevaba un
desintegrador, Bertel un Murdlegatt, yo dos depresores, y el doctor Pound, que
era un hombre viejo estilo, llevaba un fusil ametrallador en una mano y una
cruz en la otra. Llegamos al agujero sin ninguna dificultad, y no vimos nada,
hasta donde alcanzaron nuestras linternas, salvo una especie de túnel excavado
por mineros que hubieran trabajado a cuatro patas. El aire que salía de él era
relativamente fresco.
Intrigados,
miramos a nuestro alrededor. En alguna parte, detrás de nosotros, se oía un
ruido como si alguien estuviera escarbando. El ruido nos llegaba con toda
claridad en medio de las ráfagas de viento. Y entonces, tal como el doctor
Pound había dicho, la entrada de un agujero, que en aquel momento ninguno de
nosotros estaba mirando, pero que todos sabíamos donde estaba, desapareció
repentinamente. Corrimos hacia el lugar en cuestión, y encontramos lo que de
momento nos pareció un taco de piedra arenisca en la entrada. Pero Rossi,
examinándolo bien, descubrió que se trataba de una especie de pantalla de un
metal muy ligero. Aplicó a ella su desintegrador puesto a 7,7, y la pantalla
dejó de ser un obstáculo: entramos en el túnel.
El
interior del túnel no estaba completamente oscuro —ignoramos aún cómo lo
conseguían—, a pesar de que la oscuridad era completa. Trataré de explicar esta
aparente paradoja: uno no podía verse la mano colocada delante de su rostro,
pero podía decir lo que no estaba viendo, que es más de lo que puede decirse
cuando reina una completa negrura. En la superficie del túnel no había
irregularidades de ninguna clase Tampoco había curvas, de modo que ahorramos la
luz de nuestras linternas. Andamos durante mucho rato siempre ascendiendo
ligeramente.
El
doctor Pound, que iba en último lugar, dijo ¡Alto! en un tono de voz que hizo
que se erizaran los pelos de nuestras nucas. Al principio, el túnel parecía
estar sumido en la oscuridad; pero de repente supimos que resonaba en él un
ruido sordo, que era algo más que el latir de nuestros corazones resonando en
nuestros oídos, y que llegaba de algún lugar situado a nuestras espaldas.
—¿Cómo
puede haber alguien detrás de nosotros?, —murmuré, al tiempo que encendía mi
linterna.
A
veinte pies de distancia, cegado por la repentina claridad, había un extraño
bípedo, encorvado. de ojos grandes y rostro contraído en una mueca que podía
ser tomada por una sonrisa. Iba desnudo y su cuerpo parecía estar completamente
desprovisto de pelos y de arrugas; su carne tenía el color blanquecino propio
de la vida subterránea; avanzó a nuestro encuentro con las manos —en realidad
garras— extendidas; su aspecto era evidentemente humano. El doctor Pound le
advirtió que se detuviera, con palabras y con gestos, pero el venusiano no se
detuvo. Sus garras eran muy afiladas; la mueca de su rostro era espantosa.
El
doctor Pound disparó contra él a una distancia de cinco pies. Le vimos
agarrarse el vientre y estremecerse de dolor; pero, cuando estaba a punto de
morir, sus facciones se relajaron y adquirieron una expresión apacible, y su
último gesto fue una sonrisa de felicidad dirigida al doctor Pound; murió con
aquella sonrisa en los labios. El doctor Pound se arrodilló, hizo el signo de
la cruz sobre el cadáver, y murmuró una jaculatoria por el alma que el
venusiano pudiera haber tenido; y a continuación reemprendimos nuestro camino.
No
habían pasado tres minutos cuando vimos una lucecita al final del túnel; un
débil resplandor, muy lejano. Luego, el resplandor desapareció; oímos una
especie de grito; otro venusiano se acercaba, sin duda para investigar la causa
del ruido. Le cegué con la luz de mi linterna, y Rossi le desintegró (con el
desintegrador a 2,1); pasamos por encima del charco en que se había convertido
el venusiano y nos acercamos a la entrada adoptando grandes precauciones. El
túnel sólo permitía el paso de dos hombres uno junto a otro; Rossi y yo nos
arrastramos hacia adelante sobre manos y rodillas, con las armas preparadas,
hasta que pudimos ver el interior de una gran caverna.
En
la caverna hacía calor y había humedad —exactamente las condiciones necesarias
para poder ir desnudos, como los venusianos—, y era tan grande que no logramos
ver el otro lado de ella. Las paredes, cortadas a pico, eran muy altas, el
suelo estaba lleno de suciedad y las enormes estalactitas que cubrían la bóveda
brillaban intensamente. Desde nuestra ventajosa posición. a unos centenares de
pies por encima del suelo, pudimos ver una abundante vegetación, de un verde
muy pálido, y un gran número de aquellos pequeños y pálidos seres. Estaban
haciendo algo... brincando de un lado para otro, desapareciendo debajo de las
hojas, gritando con voces guturales.
—¿Qué
están haciendo ahí abajo? —le pregunté a Rossi.
Se
encogió de hombros.
—Son
lunáticos. Y están bailando.
Pero
Bertel y el doctor Pound nos estaban tocando ya impacientemente, apremiándonos
para que les dejásemos mirar. Les cedimos el sitio.
Los
dos se excitaron hasta el punto de olvidar toda prudencia. Alargaron sus
cuellos y empezaron a discutir, levantando insensiblemente la voz a medida que
discutían.
—No
existe ningún motivo —dijo Bertel— para suponer que lo que están haciendo es
una extravagancia.
—Mírelos
—dijo el doctor Pound—. Mírelos, hombre.
—¿Qué
sabemos acerca de sus motivos? Sólo podemos suponer lo que esto significaría si
lo hiciéramos nosotros.
El
doctor Pound le miró con expresión de extrañeza.
—¿Y
usted es psicólogo —inquirió—, y además especializado en pueblos primitivos?
—¡Bah!
—dijo Bertel, eludiendo la pregunta—. Si esos individuos son humanos, yo diría
que son pre-sapiens. Fíjese en...
—¡No!
—le interrumpió el doctor Pound—. En sus movimientos hay una especie de método.
Estoy dispuesto a apostar cualquier cosa a que esto representa una danza por
medio de la cual invocan la protección de los dioses por la terrible explosión
de nuestra bomba.
—No
es mala idea —dijo Bertel—. Pero a mí me parece demasiado aventurada. Yo diría
que pueden estar seriamente afectados por los efectos de nuestra bomba. El oído
interno...
La
discusión no se interrumpió, pero yo dejé de prestar atención a ella. Empecé a
hacer cábalas acerca de lo que sería mi trabajo si aquellos venusianos eran el
equivalente de nuestros pueblos más primitivos. Había contribuido a desarrollar
el sistema Krase de reducir los lenguajes primitivos a una especie de lengua
básica que facilita enormemente la educación. Existían un par de tribus
brasileñas cuyos lengua es parecían no responder al método Krase, y yo estaba
muy ansioso por comprobar qué resultados daría aplicado a los venusinos.
—Vamos
—les dije a los polemistas—, dejen de discutir. ¿Creen que podremos bajar ahí?
Rossi
se echó a reír.
—Como
no nos salgan alas, no veo cómo podremos civilizar a esos niños.
Pudimos
comprobar que nuestro túnel se abría, igual que todos los demás que estaban a
la vista, a un centenar de pies sobre el suelo, encima de una pared cortada a
pico, y que allí no había escalones ni ninguna clase de mecanismo para bajar.
Pero, mientras estábamos mirando, vimos deslizarse entre las estalactitas, como
una lancha sobre un tranquilo lago, el medio de transporte: una especie de
esquife poco profundo que flotaba en el aire. En él había dos venusianos; lo
dirigieron hacia otra abertura de túnel, lo colocaron en posición y luego
empujaron su carga dentro. Era una pantalla como la que nosotros habíamos
desintegrado. Uno de los hombres desapareció con la pantalla, empujándola, y el
otro se marchó con el esquife. No sabíamos qué hacer.
Nuestra
táctica y estrategia nos habían sido enseñadas a conciencia durante varios
años; si encontrábamos seres inteligentes (tal como había ocurrido ahora,
evidentemente) teníamos que aislar a un pequeño número de ellos, enterarnos por
su mediación de la mayor cantidad posible de detalles acerca de su sistema de
vida, de su educabilidad y de los recursos naturales del planeta, y mostrarnos
absolutamente sinceros acerca de nuestras intenciones, aunque no acerca de nuestros
poderes; pero, por encima de todo. no debíamos confiar en nadie.
Nuestro
problema, en consecuencia, era: ¿cómo llegar al suelo sin confiarnos a uno de
aquellos pequeños barqueros? Bertel sugirió que llamáramos a uno, que le
obligáramos a enseñarnos cómo funcionaba el esquife y luego le arrojáramos por
la borda. Pero los demás estuvimos de acuerdo en que sería un procedimiento
demasiado arriesgado. No veíamos más alternativa que la de confiarnos, al menos
para un viaje. De modo que cuando otro esquife se acercó para depositar su
carga, gritamos y agitamos los brazos hasta que el conductor nos vio y se
dirigió hacia nosotros.
Llegó
sonriendo y con los brazos abiertos hasta la boca de nuestro túnel, emitiendo
unos guturales ruiditos con la garganta, y sin asombrarse para nada ante
nuestra apariencia. Antes de que pudiera darse cuenta de que no aceptábamos sus
buenas disposiciones, nos había tocado ya infinidad de veces, tratando de
abrazarnos. Pero, finalmente, comprendió: dejó de sonreír y nos permitió entrar
en el esquife. Señalamos hacia abajo, y empezamos a descender trazando
graciosas espirales.
El
esquife era metálico y no había en él ningún mando visible. El venusiano no
parecía hacer nada para conducirlo. Estábamos todos desconcertados (y seguimos
estándolo) en lo que respecta a su funcionamiento. El doctor Pound, que era
capaz de poner a cualquiera en un apuro, murmuró que quizá lo que lo movía era
sólo un grano de fe. Creo que Rossi en aquel momento, hubiera cambiado al
doctor Pound por un trago de buen whisky; y sé que yo lo hubiera hecho. Cuando
nos posamos en el suelo, descargué uno de mis depresores sobre el barquero, a
fin de asegurarnos el viaje de regreso. Bertel, que había estado observando el
suelo de la caverna, nos advirtió que debíamos prepararnos contra un ataque.
Los venusinos se acercaban a nosotros rápidamente, saltando y gritando. Allí no
había ninguna clase de refugio para nosotros, únicamente las fláccidas y
húmedas plantas de color verde pálido, con sus enormes hojas. Y no disponíamos
de tiempo: los venusianos se acercaban procedentes de todas las direcciones,
sin la menor señal de vacilación. Algunos de ellos iban armados con algo que
tenía el aspecto de palas y azadones.
Apoyando
nuestras espaldas en la pared de la caverna, formando un semicírculo contra su
semicírculo, gritamos para que se detuvieran, pero no se detuvieron. Entonces
abrimos fuego. Con la primera descarga eliminamos a unos cincuenta, pero no
creo que los que les seguían comprendieran lo que había ocurrido, ya que continuaron
avanzando. Disparamos de nuevo: todas nuestras armas eran eficaces contra
ellos. Otra vez. Y esta tercera vez los que quedaban se detuvieron a unos
cincuenta pasos de distancia.
Todos
menos un chiquillo, que avanzó hacia nosotros con paso vacilante, sin ayuda de
nadie, golpeando una con otra sus diminutas garras y profiriendo grititos. Su
madre salió corriendo detrás de él. El doctor Pound le apartó con la punta de
su fusil ametrallador; la madre lo cogió entre sus brazos y le consoló dándole
el pecho; luego, sonriendo, extendió un brazo terminado en una garra brutal (NO
CONFIAR EN NADIE), intentando arañar al doctor Pound. Este disparó contra ella;
al igual que el primer venusino que había matado, la mujer murió dirigiéndole
una sonrisa. Todos los demás salieron corriendo. Supusimos que se habían
asustado con el ruido; el niño, sin prestar atención a su madre caída, corrió
detrás de ellos tapándose los oídos con sus diminutas garras.
Desintegramos
a los muertos, reanimamos a algunos de los que habían caído bajo el efecto de
los depresores, y dimos comienzo al largo y tedioso proceso de garantizar
nuestra seguridad, comunicarnos con ellos y explorar los recursos materiales de
su mundo. Rossi se marchó con el conductor del esquife y el Murdlegatt y regresó
a las 150 horas con unos informes fantásticos acerca de depósitos minerales. Yo
me dediqué a establecer una especie de relación telepática con los venusinos,
aunque no podíamos estar seguros de que nos comprendieran. El doctor Pound no
obtuvo el menor éxito en sus intentos por convertirlos, y Bertel está tratando
todavía de darle un sentido coherente a los datos obtenidos a través de los
experimentos de psicognosis que llevó a cabo con los venusinos.
Sin
embargo, por motivos de Seguridad Nacional, no estoy autorizado a explicar con
detalle ninguno de aquellos aspectos de nuestra expedición. Lo que puedo decir
es que aquel borrascoso y poblado planeta contiene una cantidad tal de riquezas
que sólo pueden ser expresadas por medio de estadísticas, y un enemigo
equivalente a una epidemia de sarampión. Pero no conseguimos descubrir a
satisfacción nuestra si están lo bastante desarrollados para poder apreciar las
ventajas de tener libros, y vestidos, y máquinas, y guerras... en una palabra,
si pueden ser elevados a un nivel decente de civilización.
Puedo
decir también que a eso de la hora 200 habíamos sometido a una docena de
ejemplares típicos de venusianos a todos los experimentos que el ingenio había
previsto de antemano y que la necesidad nos imponía en el momento. Cuando
señalaba a mis ojos —los venusianos tienen ojos como los nuestros—, mi cerebro
(lo mismo que los de Bertel y del doctor Pound) se llenaba con la imagen de una
cadena de lagos bajo un cielo sin nubes, o de un jardín de rosas en flor. Cuando
me rascaba la piel y me la pellizcaba, mi cerebro quedaba invadido por la
sensación de un baño caliente o de unas sábanas limpias y suaves. Señalé a mi
estómago, y empecé a pensar en pavos asados (desde luego, en Venus no hay
pavos); a mis oídos, y escuché el canto de los pájaros al amanecer (allí no hay
pájaros, ni amaneceres). Era como si aquellos seres hubiesen vivido
anteriormente en un mundo como el nuestro, y hubiesen sido empujados después a
la vida subterránea por unos invasores, conservando sin embargo el recuerdo de
aquella agradable existencia. Bertel, que es más realista que yo, dice que
ellos operaban sobre nuestras emociones, y nuestros propios cerebros formaban
las imágenes específicas. Cuando me encontré llorando después de haber señalado
mis dedos, Bertel dijo que aquello demostraba la compasión que les producía el
hecho de que careciéramos de garras. A veces nos sentíamos invadidos por el
deseo de abrazarles amistosamente (nos vimos obligados a descargar los
depresores sobre ellos una vez más a fin de poder dominar aquel impulso); y a
veces nuestros cerebros se llenaban de imágenes tan voluptuosas que no sé cómo
pudimos reprimir el deseo de desintegrarlos a todos definitivamente.
Los
venusianos eran o increíblemente estúpidos o extremadamente listos. En
realidad, si hubiesen pertenecido a la especie homo sapiens, Bertel les hubiera
calificado de peligrosamente neuróticos. Nada de lo que hacíamos conseguía
despertar su hostilidad; o, para ser más exactos. Hiciéramos lo que hiciéramos
no manifestaban su hostilidad. Aprendieron a correr cuando les perseguíamos. A
uno de ellos le dejamos sin comer se limitó a morirse. A otro le vendamos los
ojos y lo metimos cabeza abajo en un agujero: después de luchar durante un rato
se quedó quieto, canturreando en voz baja hasta que le sacamos de allí.
Rossi
al regresar de su expedición sugirió que golpeásemos a uno de ellos. Me mostré
partidario de hacer la prueba, a pesar de la oposición del doctor Pound que
opinó que puede descubrirse mucho acerca del nivel cultural de un ser viendo
cómo reacciona ante el dolor: un ser de orden inferior se limita a gritar o a
soportarlo, en tanto que un tipo altamente desarrollado ser capaz de extraer
algún beneficio de su dolor.
Empezamos
engañándole. Le manifestamos nuestra amistad y nuestro afecto que siempre se
mostraba dispuesto a aceptar. Y luego cuando estaba preparado para recibirlos
le abofeteamos. Así una y otra vez, sin que se aprendiera nunca la lección. Le
abrumamos con pensamientos hostiles: creo que fueron proyectados con éxito, ya
que el sujeto parecía experimentar una especie de aturdimiento y de pesar al
recibirlos. Le sometimos a tortura física. v entonces ocurrió algo monstruoso.
Al principio gritó de dolor, pero poco después pareció comprender que aquel tratamiento
era lo que le estaba reservado nos sonrió, débilmente pero sonrió, mientras le
quemábamos las plantas de los pies. Aquella débil sonrisa nos transmitió a
todos su ternura y su afecto, en mí, adquirió la forma de desear que me
perdonara.
Estábamos
desconcertados y derrotados. ¿Cómo puede esperarse civilizar a unos seres tan
incapaces de reaccionar al dolor como aquellos sonrientes individuos? ¿Qué
realizaciones de algún valor pueden ser esperadas de ellos? Estábamos a punto
de dar por terminado el experimento cuando nos acometió el mayor de los
peligros.
Caímos
de rodillas.
No
sé cómo ni por qué, pero repentinamente caímos de rodillas en un transporte de
júbilo. Los cuatro experimentamos la misma sensación: Una desmesurada alegría
por poder respirar el oxígeno de nuestras cápsulas, por sentir el roce de
nuestras manos en el interior de sus guanteletes, por estar de rodillas y
horrorizarnos de nosotros mismos Creo que el doctor Pound estuvo en lo cierto:
lo que sentíamos era temor. Yo no estoy seguro. Sé muy poco acerca del temor.
Rossi
fue el único que consiguió recobrar el dominio parcial de sí mismo, pero lo
hizo a tiempo para salvarnos. Con el rostro de un ángel nos dijo que subiéramos
al esquife: en estado de trance, como aquellos que acaban de ser objeto de un
milagro, obedecimos. Rossi hizo recobrar el conocimiento al conductor, sobre el
cual yo había descargado mi depresor, y empezamos a elevarnos. Mientras
ascendíamos, vimos a una multitud de venusinos enfrentados a nosotros y
persiguiéndonos con su amor. Rossi tuvo que descargar el depresor sobre el
doctor Pound para evitar que fuera a reunirse con los venusinos saltando por la
borda del esquife.
Volvimos
a nuestro túnel, que Rossi había tenido la precaución de señalar con el
desintegrador, y nos introducimos en él. El poder de los cariñosos venusinos
disminuyó, pero no nos sentimos sanos y salvos hasta que hubimos alcanzado el
otro extremo del túnel. Habían cubierto la entrada con otra pantalla: la
desintegramos y salimos a la cavidad excavada por nuestra bomba, acogiendo con
gran alivio los cálidos ruidos del Venus exterior.
Era
la hora; disponíamos de tiempo más que suficiente. Nos hubiera gustado celebrar
alguna ceremonia para festejar nuestra huida y el éxito, por pequeño que fuera,
de nuestra misión, pero las circunstancias no permitían ceremonias de ninguna
clase. Rossi exploró los extremos más recónditos de la cavidad; nos informó de
que no había encontrado arena: sólo una capa de polvo. Suponía que la cavidad
no quedaría nunca llena, ni completamente cerrada. A ninguno de nosotros le
importaba.
Entramos
en la nave y, después de cerrarla herméticamente, nos sentamos en la sala de
mandos para comer y para filosofar un poco, reasumiendo nuestros papeles de
representantes de la Tierra.
—Yo
diría —dijo Bertel— que hemos fracasado.
—¿Por
qué? —inquirí—. Hemos descubierto...
—Sí,
sí —me interrumpió—. Hemos descubierto y hemos descubierto. Pero, ¿a quién
diablos le importar hacer la guerra a esos badulaques que hemos
descubierto? Nunca serán aptos para luchar.
Pero
Rossi era más optimista.
—Siempre
queda Marte —dijo—. Podemos aprovechar la fuerza específica de Venus para
hacerle la guerra a Marte. Marte parece ser un enemigo de cuidado para
cualquiera.
—Tal
vez perduren los dos —dijo Bertel—, hasta que la naturaleza del hombre haya
cambiado.
—Esto
—dijo el doctor Pound— es inconcebible.
Bertel
le miró belicosamente, pero decidió aplazar la discusión hasta que estuviéramos
en el espacio. Había llegado el momento de emprender la marcha.
Cuando
la nave salía de la cavidad excavada por la bomba, Rossi recordó que habíamos
olvidado una parte de nuestras obligaciones. El Presidente nos lo había
encargado de un modo especial cuando acudió a desearnos un buen viaje, muchas
horas antes. Los cuatro estuvimos de acuerdo en que el mejor lugar para ponerlo
era la pared del fondo de la cavidad, y colocamos la lápida de bronce de modo
que quedase bien visible. La lápida llevaba la siguiente inscripción:
ESTE PLANETA FUE DESCUBIERTO
POR EMISARIOS
DE LOS ESTADOS UNIDOS DE
AMÉRICA.
LOS PERMISOS DE EXPLORACIÓN
DEBEN SER SOLICITADOS AL
GOBIERNO
DE LOS ESTADOS UNIDOS DE
AMÉRICA.
TODOS LOS DERECHOS DE
EXPLOTACIÓN
ESTÁN RESERVADOS
POR LOS ESTADOS UNIDOS DE
AMÉRICA.
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