martes, 17 de marzo de 2015

367) Invasión del planeta del amor (Invasion of the Planet of Love 1959) Un amor tan abrasador como el sol de George Eliot




     George Eliot nos lleva de la mano hacia un Venus bien candente en todos los sentidos. Candente por los venusianos que apapachan a los tripulantes de la nave norteamericana que aterriza en el planeta del amor. Es un relato un poco desubicado dados los avances tecnológicos actuales, un poco desfasado, con más ficción que ciencia, pero sabroso, sustancioso porque desentraña los peores atributos del ser humano cuando quiere dominar a otra raza. Toda la ambición, egoísmo y bajezas que es capaz para conquistar a seres que son diferentes a ellos; pese a ese afán de conquistar a los venusianos con toda la vileza y la falta de otredad, la tripulación norteamericana se verá enfrentada al poder de los venusianos: el amor. Mientras los terrícolas están cargados de miedo, armados hasta los dientes, los venusianos no les interesa pelear, rendirse, e incluso morir. 
      Me recuerda cuando el pistolero en la película El Topo de Alejandro Jodorowsky quiere enfrentarse al último amo del desierto, y éste no se resiste, y dice que ya no tiene revolver, y que cambió el revolver por una red y tendrá que batirse con los puños, pero no lo alcanza y cuando intenta disparar se defiende con una red para cazar moscas. Y que él no tiene nada ya para defenderse. Su misma violencia puede matarlo a él.
      El relato de George Eliot juega con el combate total, redondo del Amor Vs Guerra, pero desde un punto de vista profundo, analizando su incompatibilidad, porque los tripulantes después de masacrar a los venusianos no están conformes con su pasividad y en ese sentido fracasan. Según, Rossi, un tripulante del relato, siempre quedará Marte, un planeta apto para luchar, donde estén mano a mano. Guerra Vs Guerra.




George P. Eliot


Una cosa nos sorprendió en la borrascosa superficie de Venus, y de un modo agradable: la temperatura. No bajaba de los 10 grados centígrados en los polos, ni superaba los 70 grados en el ecuador. Vimos varios volcanes en actividad, y ninguna señal de agua. En la zona templada meridional, resguardada por una cordillera de montañas de unos 20.000 pies de altura, y un par de horas antes de la tormenta más próxima, aterrizamos. Rossi y Bertel, blindados y precavidos, empezaron a explorar los alrededores de la nave; el doctor Pound y yo les cubrimos con el cañón depresor.
No había nada que descubrir sino granito. Una montaña de granito, una llanura de granito, rocas de granito, capas de granito. Y polvo de granito, por todas partes polvo de granito. Regresamos a la nave y nos pusimos nuevamente en marcha, huyendo de la tormenta que se acercaba. Nos detuvimos en medio de una llanura de una extensión aproximada a la de África. Granito.
Después de setenta y dos horas de infructuosa exploración, nos encontrábamos todos en un estado de ánimo deprimido, especialmente Rossi el cual, siendo el experto de esta fase de nuestra expedición, parecía sentirse ligeramente culpable del estado de cosas en el segundo planeta. Bertel se marchó a dormir. y yo, como hago siempre en tales casos, me dediqué a comer más de la cuenta. El doctor Pound había dejado de rezar; de su rostro se había borrado incluso aquella sonrisa que costó tres siglos de conquistas anglicanas; permanecía pegado a su periscopio, contemplando el granito.
En lo íntimo de nuestras mentes se albergaba el temor al fracaso. Cinco expediciones a Marte habían fracasado: se habían acercado al planeta, habían comenzado el aterrizaje, y nada más se supo de ellas. Nosotros habíamos sido enviados a Venus, y también estábamos fracasando. A pesar de que aterrizamos sin contratiempos, y a pesar de que probablemente podríamos regresar sanos y salvos, estábamos fracasando. No habíamos encontrado lo que debíamos encontrar.
Quedamos incomunicados con la Tierra a causa de las tormentas; creo que todos nos alegrábamos de ello, ya que de no ser por esa circunstancia hubiésemos tenido que esperar hasta la hora 300, tal como se había planeado, para utilizar nuestro último recurso. Disponíamos de 500 horas en total; si nos quedábamos más tiempo, nuestro regreso a la Tierra podría verse seriamente comprometido.
No podíamos utilizar el cráter de uno de los volcanes apagados, como estaba proyectado, porque los cráteres aparecían llenos de arena. Acordamos hacerlo en una zona templada, y cerca de una montaña. Regresamos al lugar de nuestro primer aterrizaje. Al llegar nos encontramos con una tormenta venusiana en todo su apogeo. Rossi dijo que debíamos apresurarnos a eliminar la intensa radioactividad. Dejamos caer la bomba a la hora 82; y a la hora 96 regresamos, completamente protegidos, esperando encontrar unas cuantas variaciones más sobre el mismo tema: granito. Y en vez de ello, creímos encontrar lo que estábamos buscando: recursos naturales y seres racionales... ricos y enemigos.
La cavidad que la bomba había producido tenía centenares de pies de profundidad. En ella existían evidencias de muchos depósitos minerales, incluyendo, dijo Rossi, una gran veta de oro y grandes cantidades de pecblenda. Pero su entusiasmo ante los minerales y el agua desapareció repentinamente ante el descubrimiento de las evidencias de vida madrigueras excavadas en el interior de la cavidad. No muchas, y no muy grandes —de unos cuatro pies de diámetro—, pero a intervalos regulares y sin duda alguna artificiales.
—¡Allí! —gritó el doctor Pound, con los ojos pegados a su periscopio—. ¡Allí! ¡Uno de los agujeros que había allí ha desaparecido!
Desde luego, el lugar estaba bastante oscuro, y el doctor Pound no era un observador en el cual pudiera confiarse demasiado, pero juró y perjuró que mientras estaba contemplando una de aquellas aberturas, ésta se había cerrado. En menos de diez segundos desapareció de allí, y su lugar quedo ocupado por la uniforme pared de granito. No podía haber sido la arena. Nos colocamos nuestras armaduras y salimos de ahí.
Fuimos acercándonos lentamente al más próximo de los agujeros. Rossi llevaba un desintegrador, Bertel un Murdlegatt, yo dos depresores, y el doctor Pound, que era un hombre viejo estilo, llevaba un fusil ametrallador en una mano y una cruz en la otra. Llegamos al agujero sin ninguna dificultad, y no vimos nada, hasta donde alcanzaron nuestras linternas, salvo una especie de túnel excavado por mineros que hubieran trabajado a cuatro patas. El aire que salía de él era relativamente fresco.
Intrigados, miramos a nuestro alrededor. En alguna parte, detrás de nosotros, se oía un ruido como si alguien estuviera escarbando. El ruido nos llegaba con toda claridad en medio de las ráfagas de viento. Y entonces, tal como el doctor Pound había dicho, la entrada de un agujero, que en aquel momento ninguno de nosotros estaba mirando, pero que todos sabíamos donde estaba, desapareció repentinamente. Corrimos hacia el lugar en cuestión, y encontramos lo que de momento nos pareció un taco de piedra arenisca en la entrada. Pero Rossi, examinándolo bien, descubrió que se trataba de una especie de pantalla de un metal muy ligero. Aplicó a ella su desintegrador puesto a 7,7, y la pantalla dejó de ser un obstáculo: entramos en el túnel.
El interior del túnel no estaba completamente oscuro —ignoramos aún cómo lo conseguían—, a pesar de que la oscuridad era completa. Trataré de explicar esta aparente paradoja: uno no podía verse la mano colocada delante de su rostro, pero podía decir lo que no estaba viendo, que es más de lo que puede decirse cuando reina una completa negrura. En la superficie del túnel no había irregularidades de ninguna clase Tampoco había curvas, de modo que ahorramos la luz de nuestras linternas. Andamos durante mucho rato siempre ascendiendo ligeramente.
El doctor Pound, que iba en último lugar, dijo ¡Alto! en un tono de voz que hizo que se erizaran los pelos de nuestras nucas. Al principio, el túnel parecía estar sumido en la oscuridad; pero de repente supimos que resonaba en él un ruido sordo, que era algo más que el latir de nuestros corazones resonando en nuestros oídos, y que llegaba de algún lugar situado a nuestras espaldas.
—¿Cómo puede haber alguien detrás de nosotros?, —murmuré, al tiempo que encendía mi linterna.
A veinte pies de distancia, cegado por la repentina claridad, había un extraño bípedo, encorvado. de ojos grandes y rostro contraído en una mueca que podía ser tomada por una sonrisa. Iba desnudo y su cuerpo parecía estar completamente desprovisto de pelos y de arrugas; su carne tenía el color blanquecino propio de la vida subterránea; avanzó a nuestro encuentro con las manos —en realidad garras— extendidas; su aspecto era evidentemente humano. El doctor Pound le advirtió que se detuviera, con palabras y con gestos, pero el venusiano no se detuvo. Sus garras eran muy afiladas; la mueca de su rostro era espantosa.
El doctor Pound disparó contra él a una distancia de cinco pies. Le vimos agarrarse el vientre y estremecerse de dolor; pero, cuando estaba a punto de morir, sus facciones se relajaron y adquirieron una expresión apacible, y su último gesto fue una sonrisa de felicidad dirigida al doctor Pound; murió con aquella sonrisa en los labios. El doctor Pound se arrodilló, hizo el signo de la cruz sobre el cadáver, y murmuró una jaculatoria por el alma que el venusiano pudiera haber tenido; y a continuación reemprendimos nuestro camino.
No habían pasado tres minutos cuando vimos una lucecita al final del túnel; un débil resplandor, muy lejano. Luego, el resplandor desapareció; oímos una especie de grito; otro venusiano se acercaba, sin duda para investigar la causa del ruido. Le cegué con la luz de mi linterna, y Rossi le desintegró (con el desintegrador a 2,1); pasamos por encima del charco en que se había convertido el venusiano y nos acercamos a la entrada adoptando grandes precauciones. El túnel sólo permitía el paso de dos hombres uno junto a otro; Rossi y yo nos arrastramos hacia adelante sobre manos y rodillas, con las armas preparadas, hasta que pudimos ver el interior de una gran caverna.
En la caverna hacía calor y había humedad —exactamente las condiciones necesarias para poder ir desnudos, como los venusianos—, y era tan grande que no logramos ver el otro lado de ella. Las paredes, cortadas a pico, eran muy altas, el suelo estaba lleno de suciedad y las enormes estalactitas que cubrían la bóveda brillaban intensamente. Desde nuestra ventajosa posición. a unos centenares de pies por encima del suelo, pudimos ver una abundante vegetación, de un verde muy pálido, y un gran número de aquellos pequeños y pálidos seres. Estaban haciendo algo... brincando de un lado para otro, desapareciendo debajo de las hojas, gritando con voces guturales.
—¿Qué están haciendo ahí abajo? —le pregunté a Rossi.
Se encogió de hombros.
—Son lunáticos. Y están bailando.
Pero Bertel y el doctor Pound nos estaban tocando ya impacientemente, apremiándonos para que les dejásemos mirar. Les cedimos el sitio.
Los dos se excitaron hasta el punto de olvidar toda prudencia. Alargaron sus cuellos y empezaron a discutir, levantando insensiblemente la voz a medida que discutían.
—No existe ningún motivo —dijo Bertel— para suponer que lo que están haciendo es una extravagancia.
—Mírelos —dijo el doctor Pound—. Mírelos, hombre.
—¿Qué sabemos acerca de sus motivos? Sólo podemos suponer lo que esto significaría si lo hiciéramos nosotros.
El doctor Pound le miró con expresión de extrañeza.
—¿Y usted es psicólogo —inquirió—, y además especializado en pueblos primitivos?
—¡Bah! —dijo Bertel, eludiendo la pregunta—. Si esos individuos son humanos, yo diría que son pre-sapiens. Fíjese en...
—¡No! —le interrumpió el doctor Pound—. En sus movimientos hay una especie de método. Estoy dispuesto a apostar cualquier cosa a que esto representa una danza por medio de la cual invocan la protección de los dioses por la terrible explosión de nuestra bomba.
—No es mala idea —dijo Bertel—. Pero a mí me parece demasiado aventurada. Yo diría que pueden estar seriamente afectados por los efectos de nuestra bomba. El oído interno...
La discusión no se interrumpió, pero yo dejé de prestar atención a ella. Empecé a hacer cábalas acerca de lo que sería mi trabajo si aquellos venusianos eran el equivalente de nuestros pueblos más primitivos. Había contribuido a desarrollar el sistema Krase de reducir los lenguajes primitivos a una especie de lengua básica que facilita enormemente la educación. Existían un par de tribus brasileñas cuyos lengua es parecían no responder al método Krase, y yo estaba muy ansioso por comprobar qué resultados daría aplicado a los venusinos.
—Vamos —les dije a los polemistas—, dejen de discutir. ¿Creen que podremos bajar ahí?
Rossi se echó a reír.
—Como no nos salgan alas, no veo cómo podremos civilizar a esos niños.
Pudimos comprobar que nuestro túnel se abría, igual que todos los demás que estaban a la vista, a un centenar de pies sobre el suelo, encima de una pared cortada a pico, y que allí no había escalones ni ninguna clase de mecanismo para bajar. Pero, mientras estábamos mirando, vimos deslizarse entre las estalactitas, como una lancha sobre un tranquilo lago, el medio de transporte: una especie de esquife poco profundo que flotaba en el aire. En él había dos venusianos; lo dirigieron hacia otra abertura de túnel, lo colocaron en posición y luego empujaron su carga dentro. Era una pantalla como la que nosotros habíamos desintegrado. Uno de los hombres desapareció con la pantalla, empujándola, y el otro se marchó con el esquife. No sabíamos qué hacer.
Nuestra táctica y estrategia nos habían sido enseñadas a conciencia durante varios años; si encontrábamos seres inteligentes (tal como había ocurrido ahora, evidentemente) teníamos que aislar a un pequeño número de ellos, enterarnos por su mediación de la mayor cantidad posible de detalles acerca de su sistema de vida, de su educabilidad y de los recursos naturales del planeta, y mostrarnos absolutamente sinceros acerca de nuestras intenciones, aunque no acerca de nuestros poderes; pero, por encima de todo. no debíamos confiar en nadie.
Nuestro problema, en consecuencia, era: ¿cómo llegar al suelo sin confiarnos a uno de aquellos pequeños barqueros? Bertel sugirió que llamáramos a uno, que le obligáramos a enseñarnos cómo funcionaba el esquife y luego le arrojáramos por la borda. Pero los demás estuvimos de acuerdo en que sería un procedimiento demasiado arriesgado. No veíamos más alternativa que la de confiarnos, al menos para un viaje. De modo que cuando otro esquife se acercó para depositar su carga, gritamos y agitamos los brazos hasta que el conductor nos vio y se dirigió hacia nosotros.
Llegó sonriendo y con los brazos abiertos hasta la boca de nuestro túnel, emitiendo unos guturales ruiditos con la garganta, y sin asombrarse para nada ante nuestra apariencia. Antes de que pudiera darse cuenta de que no aceptábamos sus buenas disposiciones, nos había tocado ya infinidad de veces, tratando de abrazarnos. Pero, finalmente, comprendió: dejó de sonreír y nos permitió entrar en el esquife. Señalamos hacia abajo, y empezamos a descender trazando graciosas espirales.
El esquife era metálico y no había en él ningún mando visible. El venusiano no parecía hacer nada para conducirlo. Estábamos todos desconcertados (y seguimos estándolo) en lo que respecta a su funcionamiento. El doctor Pound, que era capaz de poner a cualquiera en un apuro, murmuró que quizá lo que lo movía era sólo un grano de fe. Creo que Rossi en aquel momento, hubiera cambiado al doctor Pound por un trago de buen whisky; y sé que yo lo hubiera hecho. Cuando nos posamos en el suelo, descargué uno de mis depresores sobre el barquero, a fin de asegurarnos el viaje de regreso. Bertel, que había estado observando el suelo de la caverna, nos advirtió que debíamos prepararnos contra un ataque. Los venusinos se acercaban a nosotros rápidamente, saltando y gritando. Allí no había ninguna clase de refugio para nosotros, únicamente las fláccidas y húmedas plantas de color verde pálido, con sus enormes hojas. Y no disponíamos de tiempo: los venusianos se acercaban procedentes de todas las direcciones, sin la menor señal de vacilación. Algunos de ellos iban armados con algo que tenía el aspecto de palas y azadones.
Apoyando nuestras espaldas en la pared de la caverna, formando un semicírculo contra su semicírculo, gritamos para que se detuvieran, pero no se detuvieron. Entonces abrimos fuego. Con la primera descarga eliminamos a unos cincuenta, pero no creo que los que les seguían comprendieran lo que había ocurrido, ya que continuaron avanzando. Disparamos de nuevo: todas nuestras armas eran eficaces contra ellos. Otra vez. Y esta tercera vez los que quedaban se detuvieron a unos cincuenta pasos de distancia.
Todos menos un chiquillo, que avanzó hacia nosotros con paso vacilante, sin ayuda de nadie, golpeando una con otra sus diminutas garras y profiriendo grititos. Su madre salió corriendo detrás de él. El doctor Pound le apartó con la punta de su fusil ametrallador; la madre lo cogió entre sus brazos y le consoló dándole el pecho; luego, sonriendo, extendió un brazo terminado en una garra brutal (NO CONFIAR EN NADIE), intentando arañar al doctor Pound. Este disparó contra ella; al igual que el primer venusino que había matado, la mujer murió dirigiéndole una sonrisa. Todos los demás salieron corriendo. Supusimos que se habían asustado con el ruido; el niño, sin prestar atención a su madre caída, corrió detrás de ellos tapándose los oídos con sus diminutas garras.
Desintegramos a los muertos, reanimamos a algunos de los que habían caído bajo el efecto de los depresores, y dimos comienzo al largo y tedioso proceso de garantizar nuestra seguridad, comunicarnos con ellos y explorar los recursos materiales de su mundo. Rossi se marchó con el conductor del esquife y el Murdlegatt y regresó a las 150 horas con unos informes fantásticos acerca de depósitos minerales. Yo me dediqué a establecer una especie de relación telepática con los venusinos, aunque no podíamos estar seguros de que nos comprendieran. El doctor Pound no obtuvo el menor éxito en sus intentos por convertirlos, y Bertel está tratando todavía de darle un sentido coherente a los datos obtenidos a través de los experimentos de psicognosis que llevó a cabo con los venusinos.
Sin embargo, por motivos de Seguridad Nacional, no estoy autorizado a explicar con detalle ninguno de aquellos aspectos de nuestra expedición. Lo que puedo decir es que aquel borrascoso y poblado planeta contiene una cantidad tal de riquezas que sólo pueden ser expresadas por medio de estadísticas, y un enemigo equivalente a una epidemia de sarampión. Pero no conseguimos descubrir a satisfacción nuestra si están lo bastante desarrollados para poder apreciar las ventajas de tener libros, y vestidos, y máquinas, y guerras... en una palabra, si pueden ser elevados a un nivel decente de civilización.
Puedo decir también que a eso de la hora 200 habíamos sometido a una docena de ejemplares típicos de venusianos a todos los experimentos que el ingenio había previsto de antemano y que la necesidad nos imponía en el momento. Cuando señalaba a mis ojos —los venusianos tienen ojos como los nuestros—, mi cerebro (lo mismo que los de Bertel y del doctor Pound) se llenaba con la imagen de una cadena de lagos bajo un cielo sin nubes, o de un jardín de rosas en flor. Cuando me rascaba la piel y me la pellizcaba, mi cerebro quedaba invadido por la sensación de un baño caliente o de unas sábanas limpias y suaves. Señalé a mi estómago, y empecé a pensar en pavos asados (desde luego, en Venus no hay pavos); a mis oídos, y escuché el canto de los pájaros al amanecer (allí no hay pájaros, ni amaneceres). Era como si aquellos seres hubiesen vivido anteriormente en un mundo como el nuestro, y hubiesen sido empujados después a la vida subterránea por unos invasores, conservando sin embargo el recuerdo de aquella agradable existencia. Bertel, que es más realista que yo, dice que ellos operaban sobre nuestras emociones, y nuestros propios cerebros formaban las imágenes específicas. Cuando me encontré llorando después de haber señalado mis dedos, Bertel dijo que aquello demostraba la compasión que les producía el hecho de que careciéramos de garras. A veces nos sentíamos invadidos por el deseo de abrazarles amistosamente (nos vimos obligados a descargar los depresores sobre ellos una vez más a fin de poder dominar aquel impulso); y a veces nuestros cerebros se llenaban de imágenes tan voluptuosas que no sé cómo pudimos reprimir el deseo de desintegrarlos a todos definitivamente.
Los venusianos eran o increíblemente estúpidos o extremadamente listos. En realidad, si hubiesen pertenecido a la especie homo sapiens, Bertel les hubiera calificado de peligrosamente neuróticos. Nada de lo que hacíamos conseguía despertar su hostilidad; o, para ser más exactos. Hiciéramos lo que hiciéramos no manifestaban su hostilidad. Aprendieron a correr cuando les perseguíamos. A uno de ellos le dejamos sin comer se limitó a morirse. A otro le vendamos los ojos y lo metimos cabeza abajo en un agujero: después de luchar durante un rato se quedó quieto, canturreando en voz baja hasta que le sacamos de allí.
Rossi al regresar de su expedición sugirió que golpeásemos a uno de ellos. Me mostré partidario de hacer la prueba, a pesar de la oposición del doctor Pound que opinó que puede descubrirse mucho acerca del nivel cultural de un ser viendo cómo reacciona ante el dolor: un ser de orden inferior se limita a gritar o a soportarlo, en tanto que un tipo altamente desarrollado ser capaz de extraer algún beneficio de su dolor.
Empezamos engañándole. Le manifestamos nuestra amistad y nuestro afecto que siempre se mostraba dispuesto a aceptar. Y luego cuando estaba preparado para recibirlos le abofeteamos. Así una y otra vez, sin que se aprendiera nunca la lección. Le abrumamos con pensamientos hostiles: creo que fueron proyectados con éxito, ya que el sujeto parecía experimentar una especie de aturdimiento y de pesar al recibirlos. Le sometimos a tortura física. v entonces ocurrió algo monstruoso. Al principio gritó de dolor, pero poco después pareció comprender que aquel tratamiento era lo que le estaba reservado nos sonrió, débilmente pero sonrió, mientras le quemábamos las plantas de los pies. Aquella débil sonrisa nos transmitió a todos su ternura y su afecto, en mí, adquirió la forma de desear que me perdonara.
Estábamos desconcertados y derrotados. ¿Cómo puede esperarse civilizar a unos seres tan incapaces de reaccionar al dolor como aquellos sonrientes individuos? ¿Qué realizaciones de algún valor pueden ser esperadas de ellos? Estábamos a punto de dar por terminado el experimento cuando nos acometió el mayor de los peligros.
Caímos de rodillas.
No sé cómo ni por qué, pero repentinamente caímos de rodillas en un transporte de júbilo. Los cuatro experimentamos la misma sensación: Una desmesurada alegría por poder respirar el oxígeno de nuestras cápsulas, por sentir el roce de nuestras manos en el interior de sus guanteletes, por estar de rodillas y horrorizarnos de nosotros mismos Creo que el doctor Pound estuvo en lo cierto: lo que sentíamos era temor. Yo no estoy seguro. Sé muy poco acerca del temor.
Rossi fue el único que consiguió recobrar el dominio parcial de sí mismo, pero lo hizo a tiempo para salvarnos. Con el rostro de un ángel nos dijo que subiéramos al esquife: en estado de trance, como aquellos que acaban de ser objeto de un milagro, obedecimos. Rossi hizo recobrar el conocimiento al conductor, sobre el cual yo había descargado mi depresor, y empezamos a elevarnos. Mientras ascendíamos, vimos a una multitud de venusinos enfrentados a nosotros y persiguiéndonos con su amor. Rossi tuvo que descargar el depresor sobre el doctor Pound para evitar que fuera a reunirse con los venusinos saltando por la borda del esquife.
Volvimos a nuestro túnel, que Rossi había tenido la precaución de señalar con el desintegrador, y nos introducimos en él. El poder de los cariñosos venusinos disminuyó, pero no nos sentimos sanos y salvos hasta que hubimos alcanzado el otro extremo del túnel. Habían cubierto la entrada con otra pantalla: la desintegramos y salimos a la cavidad excavada por nuestra bomba, acogiendo con gran alivio los cálidos ruidos del Venus exterior.
Era la hora; disponíamos de tiempo más que suficiente. Nos hubiera gustado celebrar alguna ceremonia para festejar nuestra huida y el éxito, por pequeño que fuera, de nuestra misión, pero las circunstancias no permitían ceremonias de ninguna clase. Rossi exploró los extremos más recónditos de la cavidad; nos informó de que no había encontrado arena: sólo una capa de polvo. Suponía que la cavidad no quedaría nunca llena, ni completamente cerrada. A ninguno de nosotros le importaba.
Entramos en la nave y, después de cerrarla herméticamente, nos sentamos en la sala de mandos para comer y para filosofar un poco, reasumiendo nuestros papeles de representantes de la Tierra.
—Yo diría —dijo Bertel— que hemos fracasado.
—¿Por qué? —inquirí—. Hemos descubierto...
—Sí, sí —me interrumpió—. Hemos descubierto y hemos descubierto. Pero, ¿a quién diablos le importar hacer la guerra a esos badulaques que hemos descubierto? Nunca serán aptos para luchar.
Pero Rossi era más optimista.
—Siempre queda Marte —dijo—. Podemos aprovechar la fuerza específica de Venus para hacerle la guerra a Marte. Marte parece ser un enemigo de cuidado para cualquiera.
—Tal vez perduren los dos —dijo Bertel—, hasta que la naturaleza del hombre haya cambiado.
—Esto —dijo el doctor Pound— es inconcebible.
Bertel le miró belicosamente, pero decidió aplazar la discusión hasta que estuviéramos en el espacio. Había llegado el momento de emprender la marcha.
Cuando la nave salía de la cavidad excavada por la bomba, Rossi recordó que habíamos olvidado una parte de nuestras obligaciones. El Presidente nos lo había encargado de un modo especial cuando acudió a desearnos un buen viaje, muchas horas antes. Los cuatro estuvimos de acuerdo en que el mejor lugar para ponerlo era la pared del fondo de la cavidad, y colocamos la lápida de bronce de modo que quedase bien visible. La lápida llevaba la siguiente inscripción:

ESTE PLANETA FUE DESCUBIERTO POR EMISARIOS
DE LOS ESTADOS UNIDOS DE AMÉRICA.

LOS PERMISOS DE EXPLORACIÓN
DEBEN SER SOLICITADOS AL GOBIERNO
DE LOS ESTADOS UNIDOS DE AMÉRICA.

TODOS LOS DERECHOS DE EXPLOTACIÓN
ESTÁN RESERVADOS
POR LOS ESTADOS UNIDOS DE AMÉRICA.


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