Relato que trata sobre comodidades en otros planetas, con piscinitas y visiones cósmicas que flotan sobre el universo, incluido estaciones de rutas interplanetarias. Una Tierra todavía con humanos, pero es un lugar de rebeldes y desadaptados. A pesar de que la Tierra genera más recursos que otros planetas, el proyecto Sirio, quiere dividir la raza del poder, de la conquista por sobre la sarta de salvajes que habitan la Tierra, como síndrome de superioridad. Tres guerras atómicas han reducido la tecnología, infraestructura los humanos de la tierra son considerados como salvajes. ¿Quiénes son los que forman ese poder? Militares, científicos del poder estamental, los cuales deciden el catálogo de inadaptados; sin embargo éstos tienen un plan encubierto para alejarse del proyecto Siro y verlo desde la Tierra como un chiste. Un buen chiste.
Cuento que se puede leer como una anticipación del poder llegado a límites extremos, donde ya ni siquiera funciona el libre albedrío, sino que existe la expulsión, la generación de una nueva raza, que con el tiempo formaría nuevos planetas. Maravillosa utopía.
John Christopher
El agua escaseaba siempre entre planeta
y planeta, incluso en un buque como el Ironrod. Al llegar a Forbeston,
mi primera visita era siempre a la piscina. Me sumergía en sus aguas teñidas de
verde y, después de nadar un rato, me tumbaba de espaldas, flotando. En lo
alto, más allá de la casi invisible cúpula protectora, relucía el terciopelo
púrpura del cielo marciano, moteado, ahora que el sol estaba bajo en el
horizonte, con las mayores estrellas. Una de ellas, estática y enorme, era
verde.
De la piscina al club; la rutina
habitual. El Club de Oficiales Decanos estaba en la confluencia de las calles
49 y X, en frente del edificio del Departamento de Comercio. Hacía dos años que
pertenecía al club, y a los 34 no era ya el oficial más joven. Un prodigio de
31 años había obtenido su carnet de miembro dos o tres meses antes.
Desde su pequeño cubículo, Steve me
reconoció, lo cual era evidentemente un honor. Sacó el correo de mi casilla:
media docena de facturas, dos vococartas de un primo lejano, y un montón de
vocoanuncios.
Steve dijo:
—¿Dónde ha estado usted, capitán Newsam?
El citar el apellido era otra parte de
su técnica: me había dado cuenta de que a las personas a las cuales conocía
desde hacía años se limitaba a saludarlas con el nombre de capitán, comodoro, o
lo que fueran.
—En Venus... en Mercurio —le dije—, en
Clarke's Point... en Karsville... en Mordecai... Lo de siempre.
—Usted dando vueltas por ahí —dijo—. Yo
estoy clavado aquí.
No era la primera vez que oía aquella
queja; se la había oído al propio Steve, y a otros hombres de Forbeston y de
otros lugares. Aunque la mayoría de ellos parecían bastante satisfechos de su
suerte.
—Un lugar es igual que otro.
—Sí —dijo—. Así parece. Uno se
acostumbra a un sitio, y... ¿Va usted a comer?
—Desde luego. —Dejé caer los
vocoanuncios en un vertedero—. ¿Quiere hacerme un favor, Steve?
—Con mucho gusto.
—Localíceme al capitán Gains.
Su vacilación duró apenas un segundo,
pero estoy acostumbrado a observar los pequeños detalles y a extraer
consecuencias de ellos. Obtuve mi diploma con una tesis sobre el estudio
psicológico de la conducta. Noté el parpadeo de los ojos de Steve, y el
involuntario movimiento de sus manos.
—Trataré de localizarle, capitán.
Últimamente no le he visto por aquí. —Dijo.
Dije, rápidamente:
—¿Cuánto tiempo hace que no le ha visto?
Sus maneras volvían a ser tranquilas.
—Bueno, ya sabe usted lo que pasa. Con
los oficiales de servicio, uno no sabe nunca si están aquí o de viaje. Y cuando
están en Forbeston, no siempre vienen al club. Se dedican a hacer excursiones,
y todo eso.
—Tiene usted muy buena memoria, Steve.
¿Cuándo vio al capitán Gains por última vez?
Fingió reflexionar.
—Hará un par de meses, quizá. ¿Cuánto
tiempo ha estado usted fuera?
—Unos dos meses.
—Sí. Más o menos, ése es el tiempo.
—Gracias. De todos modos, trate de
localizarlo. Voy a comer.
Encontré una mesa vacía junto a la
ventana y encargué la comida. La ventana permitía ver el patio de recreo de la
Forbeston Junior School; mientras comía, contemplé la generación que iba a
relevarme cuando hubiera completado mis veinte años de servicio espacial y
estuviera dispuesto a retirarme a la plantación de las colinas. No me di cuenta
de que alguien se acercaba a mi mesa. El recién llegado dio unos golpecitos en
el respaldo de mi silla.
—¿Le importa que me siente aquí?
Era Matthews, del Firelake. Había
viajado con él varias veces, a diversos lugares, y me era bastante simpático.
Hice un gesto de asentimiento.
—¿Acaba usted de llegar?
—Hace unas tres horas.
Asintió.
—Yo llevo aquí una semana. Ahora hacemos
la ruta de Uranio. Un viaje muy pesado. Me tiene más que harto. En el último
recorrido perdimos el Steelback. Es una ruta endiablada.
—Un lugar es igual que otro —dije. Era
la frase convencional.
Matthews me miró.
—Me alegro que piense usted así.
—¿Qué otra cosa podría pensar?
—La gente tiene ideas, a veces —dijo,
vagamente—. ¿Pasa cerca de la Tierra su ruta actual?
—Por la Luna. Clarke's Point. ¿Por qué?
—Nosotros pasamos por Tycho. Tienen un
telescopio bastante bueno. Acostumbro a ir al observatorio. Pueden verse
pequeños grupos de edificios, cuando el tiempo es bueno.
La conversación estaba haciéndose
embarazosa. Mencionar la Tierra era ya malo de por sí; hablar del «tiempo» era
algo peor. Miré a Matthews. Su aspecto era completamente normal, pero me pareció notar una
expresión de alerta detrás de la placidez de su rostro.
—Nunca pienso en ello. —Dije,
deliberadamente:
—A veces, la gente resulta divertida
—dijo Matthews—. A bordo teníamos un segundo oficial que llevaba con nosotros
tres o cuatro años. Se le metió en la cabeza la idea de que la Tierra estaba
organizando una flota de combate. Se pasaba el tiempo libre en la pantalla de
observación, esperando ver acercarse a los cruceros enemigos.
Me eché a reír.
—¿Qué hicieron con él?
—Le expulsaron. Supongo que a estas
horas estará mejor informado.
—Si es que está vivo.
Matthews hizo una breve pausa.
—¿Ha pensado usted alguna vez en los motivos
de que expulsemos a la Tierra a los inadaptados?
Le miré de nuevo.
—No creo que haya que pensar en ello. El
motivo es evidente. Dado que se promulgó una ley contra la lobotomía
prefrontal, es la única alternativa que existe para librarse de ellos. A no ser
que se opte por recluirlos en instituciones a nuestro cargo.
Matthews apuró su café.
—Sé que algunos dicen que nunca debimos
abandonar la Tierra. Es más rica en recursos naturales que todos los planetas
juntos.
Añadí:
—Y está poblada por unos mil millones de
salvajes. No hubiésemos podido disponer de aquellos recursos, ni hubiésemos
podido evitar la contaminación de habernos quedado a vivir entre aquella gente.
El motivo que empujó a los de nuestra raza a trasladarse a los planetas fue el
de poder desarrollar nuestra personalidad superior en paz y sin interrupción.
Nuestro proyecto Sirio está en marcha. Dentro de un par de siglos, podemos
estar juntos en un sistema distinto.
—O podemos no estar en él —dijo
Matthews—. No sería el primer proyecto que fracasara, empezando por el Próximo
Centauro. Esto fue hace doscientos años.
—Es usted muy pesimista —dije.
—Consecuencias del viaje a Uranio —dijo.
Sonrió—. Olvídelo. Un lugar es igual que otro. ¿Tiene algún plan para esta
noche?
—Poca cosa. Estoy tratando de localizar
a un amigo mío.
—Sí —dijo—. Es lo que me imaginaba.
La observación resultó algo enigmática
para mí. Pero Matthews se marchó antes de que pudiera hacerle más preguntas.
Al salir del club pasé por el cubículo
de Steve.
—¿Ha localizado al capitán Gains? —le
pregunté.
Sacudió la cabeza.
—Bueno, déjelo correr. Voy a llegarme a
su casa. Si no está allí, habrá algún mensaje suyo.
Steve asintió. Al marcharme vi que
conectaba el vidifono que tenía en frente de él.
La vivienda de Larry se encontraba a
unos siete u ocho kilómetros en las afueras de la ciudad. Recogí mi automóvil
en el West Lock y me puse en camino. El sol se había puesto cuando salí de la
ciudad, pero Phobos había salido ya, de modo que no necesité encender los faros
del coche. Un cuarto de hora después me encontraba ante la casa de Larry. Pude
verla iluminada por la claridad de la luna, pero en su interior no brillaba
ninguna luz.
Aparqué el automóvil y me dirigí hacia
la casa. Empujé la puerta, que estaba abierta. El saloncito estaba
razonablemente limpio. Pero los muebles tenían una capa de polvo, lo cual
demostraba que hacía algunas semanas, por lo menos, que nadie había habitado
allí. Me acerqué al vidifono y lo conecté. La pantalla no se iluminó.
El hecho resultaba sorprendente. Larry
debió dejar algún mensaje. Husmeé por toda la casa en busca de alguna pista.
Pero no pude encontrar nada.
Larry Gains y yo habíamos ido juntos a
la escuela, habíamos ingresado juntos en la Universidad de Tycho y nos habíamos
graduado juntos. Nuestros primeros cuatro años en el espacio los hicimos a
bordo de la misma nave —el Greylance, del Circuito Asteroides—, y cuando
sobrevino la inevitable separación, con mi nombramiento de capitán del Ironrod,
continuamos viéndonos todo lo que las circunstancias nos permitían.
Afortunadamente, las dos naves tenían su base en Forbeston. Seis meses antes,
el viejo Greylance había dado su última vuelta alrededor del Cinturón;
un trozo de roca con un peso de más de veinte toneladas lo había abierto en
dos. Larry había sido uno de los supervivientes, pero con heridas lo bastante
graves como para mantenerle un año, como mínimo, fuera de servicio. Entonces
había comprado la casa, y yo había pasado aquí con él un par de permisos.
Ahora, el lugar estaba desierto. ¿Le habrían enviado de nuevo al espacio en una
nave especial? En tal caso, hubiera dejado un mensaje, aunque también pudo
ocurrir que pensara estar ausente menos tiempo... Ésta parecía ser la única
explicación posible. Pero había el hecho de la espesa capa de polvo, y había el
hecho de la extraña expresión de los ojos de Steve cuando mencioné el nombre de
Larry. Di otra vuelta por la casa, con una sensación de desconcierto. Encontré
una cinta de la edición de Forbeston de la Tycho Capsule. La hice deslizar
por la pantalla: 24 del VII... Era una cinta atrasada. Más de dos meses.
No oí ningún ruido en el exterior de la
casa. Oí que se abría la puerta detrás de mí y me volví en redondo, pensando
que iba a encontrarme ante el propio Larry. Pero, en vez de Larry, vi a dos
hombres que llevaban el uniforme médico. Uno de ellos dio un paso hacia
adelante.
—¿Capitán Newsan? —Sonó como una
pregunta, pero en realidad era una afirmación.
Asentí.
—Le necesitamos a usted para una
comprobación —dijo—. No le retendremos mucho tiempo.
—Ya he pasado la revisión. Esta tarde.
Cuando llegué en el Ironrod.
—Lo sé, lo sé —dijo el médico—. No le
retendremos mucho tiempo.
—No me retendrán ustedes absolutamente
nada —dije—. He pasado mi revisión. Si quieren algo de mí, diríjanse a la Base
Venus.
Me dispuse a marcharme. El hombre que
había hablado no hizo nada. El otro alzó su mano izquierda y la agitó
suavemente. Arodato venusino, desde luego, contra el cual estaban inmunizados.
Vi el polvillo dorado avanzar hacia mí, y sólo pude dar un par de pasos antes
de sentir que se paralizaban mis músculos. Perdí el conocimiento.
Desperté en el edificio Médico de
Forbeston. Mis músculos estaban aún rígidos. Me encontraba en una camilla,
debajo del Comprobador. Los dos médicos estaban allí, y un capitán médico. Era
un hombre bajito y rechoncho, de largas patillas, con una sonrisa que le
llegaba de oreja a oreja.
—Lamento haber tenido que utilizar estos
procedimientos. Incidentalmente, puedo asegurarle que estábamos autorizados
para actuar de este modo. Se lo digo por si se le ocurre la idea de presentar
una querella contra nosotros. —Dijo.
El estar debajo del Comprobador
explicaba lo del aerodato, pero no explicaba por qué. Estuve a punto de decir
algo, pero decidí mantener la boca cerrada. Colocaron los electrodos detrás de
mis orejas. El globo del Comprobador se encendió, con su color rosado normal.
El capitán dijo:
—Me llamo Pinski. Ahora, capitán Newsan,
dígame: ¿es usted comandante de navío del Ironrod, de la línea
Venus-Mercurio?
—Sí.
—¿Aterrizó usted hace cinco horas?
—Si llevo aquí media hora... sí.
Las preguntas continuaron, la mayor
parte de ellas pura rutina. Pinski miraba de soslayo el globo del Comprobador.
Luego empezó a formular unas cuantas preguntas menos «normales».
—¿Ha estado alguna vez en los otros
planetas?
—¿Más allá de los Asteroides? No.
—¿Conoce usted al comandante Leopold?
—No.
—¿Y al comandante Stark?
—No.
—¿Qué opina usted de la lobotomía?
—Nunca he pensado en ella. Ahora no se
utiliza, ¿verdad? Se recurre a la expulsión.
—¿Y sobre el proyecto Sirio?
—No estoy demasiado interesado en él.
—¿Sueña usted en amplias extensiones de
agua?
—No he vuelto a soñar en ellas desde que
era niño.
No tenía ningún motivo para temer lo que
pudiera señalar el Comprobador, de modo que no me puse nervioso. El globo
seguía proyectando su luz rosada, mientras iban brotando las preguntas.
Pinski dijo:
—¿Qué estaba usted haciendo en el lugar
donde le encontraron los médicos?
—Tengo la impresión de que lo sabe usted
perfectamente. Estaba buscando al capitán Gains. Tal vez pueda usted decirme
dónde le encontraré —dije.
Pinski sonrió.
—No soy yo quien está bajo el
Comprobador, capitán Newsam. —Dio un paso atrás—. Creo que todo está en regla.
Lamento haberle molestado. Dentro de un par de minutos podrá usted marcharse
por su propio pie. Al salir, pase por el bar. La tercera puerta a la derecha,
siguiendo el pasillo. Me encontrará allí. Tendré mucho gusto en invitarle a una
copa.
Le encontré en el bar, tal como me había
dicho. Estaba sentado ante una mesa, con dos vasos delante de él. Alguien debió
decirle que yo bebía ginebra de endrina. Me senté en la silla vacía.
—Me alegro de conocerle en
circunstancias más «normales», capitán Newsam —dijo Pinski—. Beba, por favor.
Cogí el vaso.
—Ahora, dígame por qué...
Alzó una mano.
—Siento decirle que no puedo darle a
usted ninguna información acerca de los motivos por los cuales ha sido usted
sometido al Comprobador.
—De acuerdo —dije—. Entonces, ¿sabe
usted dónde puedo encontrar a Gains?
Vaciló un brevísimo instante.
—La respuesta tiene que ser no —dijo.
Apuré el contenido del vaso.
—Le agradezco mucho su hospitalidad.
Buenas noches, capitán Pinski.
—Permítame darle un consejo puramente
médico —dijo—. Váyase directamente a la cama y procure dormir.
—¡Gracias! —dije. Y me marché.
Forbeston,
al igual que todas las estaciones de tránsito de las rutas interplanetarias,
tenía su lado menos respetable. Me dirigí directamente al East Side, en la
confluencia de las calles 90 y J. El «Persépolis» es un pequeño club situado al
final de la calle 90. Soy un antiguo cliente del club, pero cada vez que voy
allí me siento menos satisfecho de ello. Me tomé un par de ginebras de endrina
en el bar. Estaba terminando con la segunda cuando se me acercó Cynthia.
—¡Hola! Cuanto tiempo sin verte...
—Lo mismo digo. Oye, ¿has visto a Larry
por aquí?
—¿Larry? No he vuelto a verle desde la
última vez que estuvisteis aquí los dos. Pero he estado una temporada fuera,
viajando por el Gran Canal. Espera, se lo preguntaré a Sue.
—Gracias —dije.
Estuvo ausente dos o tres minutos.
Cuando regresó, me dijo:
—No. No le han visto por aquí desde
entonces.
Pero Cynthia había dejado de mostrarse
espontánea; su actitud de recelo era evidente. Y no parecía sentir la menor
curiosidad acerca de lo que podía haberle sucedido a Larry.
—Creí que éramos amigos, Cynth... Vamos,
¿qué es lo que pasa? —dije.
—¿Lo que pasa? No sé que pase nada. Ni
siquiera me has invitado a beber.
Dejé caer un billete sobre la mesa.
—Tómate una copa a la salud de Larry.
Buenas noches, Cynthia.
Me alcanzó antes de que llegara a la
puerta.
—No lo sé, Jake, palabra que no lo sé.
Lo único que me han dicho es que no me convenía hacer preguntas acerca de
Larry.
Ahora me estaba diciendo la verdad.
—Gracias —le dije—. De todos modos,
buenas noches.
—¿A dónde vas ahora?
—Sólo hay un lugar donde puedo obtener
alguna información.
La Oficina Terminal tenía controlados a
todos los oficiales que navegaban por el espacio. Allí tenían que conocer
forzosamente el paradero de Larry.
Subí a mi automóvil y solté los frenos.
Detrás de mí, una voz familiar dijo:
—No parece haber tenido mucha suerte en
lo que respecta a encontrar a su amigo, capitán Newsam.
Era Matthews. Estaba retrepado en el
asiento trasero del automóvil.
—No esperaba encontrarle aquí —dije.
—He pensado que no tendría usted
inconveniente en llevarme a casa. Vivo en la calle 72.
—¿Qué me dará a cambio? ¿Información?
—Un trago. Y tal vez información.
—De acuerdo —dije—. ¿Qué número?
Era un apartamento más lujoso de lo que
yo hubiera imaginado que podía costearse Matthews. Cuatro habitaciones, muy
bien montadas. Me hizo sentar en una cómoda butaca delante de un
chisporroteante fuego, y me sirvió un vaso de ginebra de endrina. El hecho de
que todo el mundo supiera la clase de bebida que me gustaba había dejado de
preocuparme.
—Ahora —dije—, deseo saber dónde está
Larry Gains.
Matthews frunció las cejas.
—¿Gains? ¡Ah, sí, ese amigo al que usted
no encuentra...!
Dije, desabridamente:
—¿Qué información puede usted darme?
—Creí que había venido por la ginebra...
—dijo—. No, no se marche. Si va usted a la Oficina Terminal a esta hora, no
encontrará allí más que al guardián nocturno, el cual le dirá a usted que
vuelva mañana. Termine su ginebra, y sírvase otra. Tengo entendido que le
llevaron a usted a comprobación a primera hora de la noche, ¿verdad?
—Sí.
—¿Qué clase de preguntas le hicieron?
Se lo dije, y él asintió.
—Leopold... Stark... Muy interesante.
—Ahora, dígame: ¿qué hay detrás de todo
esto?
Tardó unos segundos en contestar, y lo
hizo con otra pregunta:
—¿Recuerda la conversación que hemos
sostenido esta tarde?
—Más o menos. Hablaba usted de los
inadaptados.
Matthews me miró fijamente.
—El capitán Larry Gains fue clasificado
como inadaptado hace tres semanas. Fue expulsado a la Tierra hace una semana.
¿Es eso lo que quería saber?
—Creo que está usted confundido. Larry
se encontraba perfectamente cuando le vi por última vez, hace cosa de dos
meses. Y para que a uno le clasifiquen de inadaptado tienen que transcurrir
tres meses. —dije.
—No, si la clasificación es 3—K —dijo
Matthews suavemente.
—¿3—K?
—Actividades organizadas contra el
Estado.
—Esto me resulta aún más increíble,
tratándose de Larry.
—Dígame —inquirió Matthews—, ¿qué sabe
usted acerca de la Tierra?
—Lo que todo el mundo sabe. Que cuando
estalló la tercera guerra atómica, las colonias de la Luna y las de Marte
declararon su neutralidad. La mayor parte de los estados mayores técnicos de
las bases terrestres se apresuraron a unirse a ellas, y los que no lo hicieron
es de suponer que perecieron en el conflicto. El curso de la guerra fue seguido
por radio hasta que la última emisora desapareció del éter, señalando el
derrumbamiento. Las colonias se concentraron en su propia expansión, primero
sobre la Luna y sobre Marte; más tarde sobre Venus y sobre las lunas de
Júpiter, Saturno y Urano. Hubiera sido descabellado regresar a una Tierra
envenenada de gases radioactivos, con una población salvaje minada por las
enfermedades y por las radiaciones. Lo más lógico era extenderse hacia otros
sistemas.
—Y, desde luego —dijo Matthews—, existía
el Protocolo.
Supongo que el Protocolo puede ser
llamado la base de nuestra educación. En él se afirma que lo antiguo y caduco
debe ser dejado atrás; que el hombre debe ir en busca de cosas más valiosas, y
no regresar al mundo de desgracia y de miseria al cual estuvo atado tanto
tiempo. Se afirman muchas más cosas, pero ésas son las fundamentales. Los
chiquillos tienen que aprenderse el Protocolo de memoria.
—Sí, el Protocolo —dije—. El Protocolo
surgió de un modo natural de las circunstancias.
—Desde luego —convino Matthews—. De las
circunstancias. Pero las circunstancias cambian. Y el Protocolo sigue siendo el
mismo.
—¿Por qué tendría que cambiar?
—Bueno, ¿cree usted que la mejor
existencia que puede tener un hombre es pasar de un medio ambiente artificial a
otro? ¿Volverle la espalda a un planeta increíblemente productivo?
—No es más que una etapa de transición.
El proyecto Sirio...
—...es un fracaso —dijo Matthews—. Pero
no lo sabremos de un modo oficial hasta que hayan redactado un nuevo
proyecto... otra zanahoria delante del borrico. Pero es un fracaso. Dos
planetas. Ni habitables, ni con posibilidades de convertirse en habitables.
Dije, lentamente:
—Ahora quizá me dirá usted qué tiene que
ver todo eso con Larry Gains.
Matthews se puso en pie y se acercó a la
telepantalla. Pulsó un pequeño interruptor que había a su izquierda, y en la
pantalla aparecieron una serie de círculos concéntricos que iban ensanchándose
desde el centro. Se trataba de un sistema de alarma: si alguien se acercaba a
la habitación, los círculos se harían irregulares. Matthews volvió a sentarse.
—A raíz del accidente que sufrió, Gains
dispuso de mucho tiempo libre. Y se dedicó a pensar. Luego conoció a alguien de
nuestro grupo, y, resumiendo, se unió a nosotros.
—¿Su grupo? ¿Se unió a ustedes?
—Representamos a un partido cuyo
objetivo es la derogación del Protocolo. Queremos regresar a la Tierra,
recolonizarla y librarla de la barbarie. Gains se unió a nosotros.
—Está usted loco. ¿Qué le hace creer que
sabe usted más que el Directorio? Cada año que pasa, mejoramos las condiciones
de los planetas. Las nuevas construcciones en el Gran Canal ocuparán más
de cuarenta kilómetros cuadrados. —dije.
—Construcciones cada vez mayores —dijo
Matthews—, pero siempre artificiales. Nunca la posibilidad de vivir una vida
natural en un medio ambiente natural.
—¿Y Larry? ¿Permitieron ustedes que le
cogieran?
—Fue mala suerte.
—¿Mala suerte?
—Sí, mala suerte. Controlaron sus
conversaciones con un amigo suyo. Les detuvieron a los dos. Afortunadamente, no
conocían más que a dos hombres del grupo... y ésos pudieron escapar. No podemos
hacer nada por Gains y Bessemer. Absolutamente nada.
—De modo que lo han expulsado... ¿Está
seguro de que no lo tienen retenido en alguna parte?
—En determinados aspectos, nuestro
servicio de información es perfecto. Fueron expulsados los dos. Les dejaron
caer en el continente Americano —al Norte, exactamente—. Allí es donde suelen
dejar caer a los inadaptados.
Algo me había estado preocupando todo el
tiempo, y repentinamente supe lo que era. Dije, cautamente:
—Bueno, ya he obtenido la información
que vine a buscar. Ahora empiezo a preguntarme por qué la he obtenido. No creo
que usted piense que soy inofensivo para su organización, por el solo hecho de
que Larry perteneciera a ella. Y, sin embargo, me ha revelado usted un montón
de cosas, de las cuales yo podría hacer un mal uso. ¿Por qué lo ha hecho?
Matthews sonrió.
—Bueno, no le he dicho a usted nada que
el Directorio no sepa. Excepto que yo formo parte del grupo, aunque dispongo de
los medios para escapar; de todos modos, no soy indispensable. Pero está usted
en lo cierto al creer que existía un motivo. Gains era un buen amigo suyo.
—El mejor.
—Era un hombre excelente. Sentimos mucho
su pérdida, y nos gustaría hacerle regresar.
—¿Regresar? ¿De la Tierra?
—Tenemos
un pequeño crucero a nuestra disposición —esto es confidencial, y al decírselo
quemo sus naves y las nuestras—, y podemos ir a la Tierra y regresar. Pero no
es una tarea fácil, y desde luego no podemos ni pensar en organizar patrullas
de exploración. Pero si alguien es expulsado con instrucciones para Gains y
Bessemer, a fin de que se dirijan a un lugar donde podamos recogerlos...
podrían regresar los tres. Tenemos la suerte de que los inadaptados son dejados
caer siempre en la misma zona, aproximadamente. Esto significa que no sería muy
difícil encontrarlos.
—¿Qué sabe usted acerca de las
condiciones de aquella parte del planeta?
Matthews me miró a los ojos.
—Absolutamente nada.
Reflexioné unos instantes.
—De acuerdo. Iré. ¿Qué es lo que tengo
que hacer?
Matthews sonrió.
—No me equivoqué al suponer que lo
haría. En cuanto a ir, resultará bastante fácil. Tenía usted el propósito de
dirigirse a la Oficina Terminal. Hágalo. Si se muestra usted insistente, le
informarán acerca de Gains. Después de esto, la cosa será fácil. En la oficina
estará usted bajo observación automática, y la inyección de adrenalina que se
pondrá usted antes de ir allí quedará registrada. Esto les hará entrar en
sospechas. Enviaremos al club unos documentos comprometedores a su nombre. A
partir de aquel momento, todo irá muy de prisa. Y espero que cuando le sometan
a usted de nuevo al Comprobador, conservarán una razonable distancia entre sus
sospechas y lo que realmente sucede. Creo que lo harán. Los Comprobadores no
son demasiado buenos, actualmente.
—Gracias —dije—. Parece usted haberlo
previsto todo. Pero, por simple curiosidad, dígame: aquella observación acerca
de quemar sus naves y las mías, ¿significa que de no haber accedido a...?
—Confiamos plenamente en usted —me
interrumpió Matthews—. Pero, si nos hubiésemos equivocado...
Apuntó su pulgar hacia el suelo con
mucha delicadeza.
Quedé sorprendido de la rapidez con que
se desarrollaron los acontecimientos. Los documentos que Matthews me envió al
club debían ser muy comprometedores. Fui trasladado a la Luna, a Arquímedes,
para la decisión final, que estaba decidida de antemano. Al cabo de una semana
de mi conversación con Matthews, estaba escuchando la sentencia que me
condenaba, por inadaptado, a ser expulsado a la Tierra. En la puerta de la sala
donde se había reunido el tribunal, alguien me estaba esperando. Pinski.
—He sido comprobado tres veces en una
semana. Creí que había terminado usted ya conmigo. —dije.
Pinski sonrió.
—Esta vez es distinto. Esta vez vamos a
someterle a la hipnosis.
Me apresuré a decir:
—No puede usted hacer eso. La Norma 75
estipula que nadie puede ser sometido a una forma de interrogatorio que su
mente consciente no pueda observar. El Comprobador es el límite.
—Conoce usted las normas, ex capitán
Newsam —dijo Pinski—. Desgraciadamente, han dejado de tener aplicación para
usted. El Estado le ha privado a usted de todos sus derechos. No nos llevará
mucho tiempo.
Demasiado, pensé amargamente, para las
fuentes de información de Matthews. Me encontraba completamente indefenso.
Podía tratar de resistir, pero el aerodato acabaría con mi resistencia. Me
quedé quieto mientras Pinski preparaba el pequeño hipnotizador.
—Siéntese —me dijo.
Las pequeñas bolas plateadas empezaron a
girar; los espejos despidieron unas extrañas luces. Oí la voz de Pinski,
próxima al principio, luego cada vez más lejana.
Al cabo de un indefinido espacio de
tiempo, la voz de Pinski otra vez.
—Despierte, Newsam. Despierte.
Levanté la cabeza, con la mente
despejada. Pinsky me estaba mirando con una expresión de lástima.
—Ha tenido usted mala suerte —observó—.
Le han engañado a usted miserablemente.
No estaba seguro de lo que habían
obtenido de mí, aunque supuse que había sido todo.
—No me quejo —dije.
Pinski dijo:
—Desgraciadamente, no existe ningún
precedente de reclamación de inadaptados; de haber existido, podíamos haberle
salvado a usted. Tal como están las cosas... puede usted aceptar la expulsión
con la satisfacción de haber prestado un servicio final al Directorio. No
sabíamos nada acerca de aquel crucero. —Hizo una pausa—. La nave le espera.
Buena suerte, Newsam.
Estreché la mano que me tendía. A
continuación, los guardianes me condujeron a la rampa principal. Dirigí una
última mirada a Arquímedes, y entré en la nave. Era muy pequeña; menos de diez
mil toneladas.
Durante las tres horas de viaje hacia la
Tierra, tuve tiempo más que sobrado para reflexionar. El plan de Matthews se
había venido abajo. Cuando el crucero llegara al lugar de la cita, se
encontraría con una flota de combate esperándole. De todos modos, eran unos
locos al tratar de derribar al Directorio. En cuanto a establecerse de nuevo en
la Tierra, no tardaría en saber a mi costa lo que significaba, con la ayuda de
Larry y de Bessemer... si es que podía encontrarlos.
La nave se colocó en órbita, y empezaron
los preparativos finales para mi lanzamiento. Matthews había estado en lo
cierto, al menos, al decir que no dejaban caer a los inadaptados al buen
tun-tún. Toda la operación estaba minuciosamente calculada. Cuando hubieron
terminado, me encontré metido dentro del traje de lanzamiento. El capitán de la
nave me dio las pertinentes instrucciones.
—Los cinco chorros de retardamiento se
encenderán automáticamente. Después del quinto, se abrirá el primer paracaídas,
y diez segundos más tarde se abrirá el otro. —Sonrió tristemente—. Si al cabo
de quince segundos no se ha abierto, sabrá usted que la cosa no marcha como es
debido. No creo que le quede a usted un hueso sano después de aterrizar en
tales condiciones.
—Muchas gracias —murmuré.
—Hasta ahora no hemos tenido ninguna
queja —continuó—, aunque supongo que los perjudicados no habían quedado en
condiciones de quejarse. Si todo va bien, aterrizará usted en el lugar donde
son enviados todos los inadaptados. Gracias a la generosidad de nuestro
Directorio, caerá usted en una zona en la que abunda la caza, y si consigue
sobrevivir el tiempo suficiente, podrá llegar a cultivar la tierra. Y está muy
cerca del mar, al mismo tiempo. Antiguamente creo que se llamó New Hampshire.
—¿Qué hay de las provisiones?
—Lleva usted alimentos concentrados para
una semana. Y una pistola Klaber con cien cargas.
Salté al vacío sin esperar que la carga
de aire me empujara. En el momento de saltar se encendió el primero de los
chorros de retardamiento.
Cuando se encendió el quinto, se me ocurrió
una idea que heló la sangre en mis venas. Matthews no había previsto que
pudieran someterme a la hipnosis. ¿Y si él y su grupo estaban equivocados en
otros detalles? ¿Y si la observación del capitán acerca de la no apertura del
segundo paracaídas había sido algo más que una broma de mal gusto? ¿Quién podía
saber si la expulsión era un modo como otro de dar cumplimiento a una sentencia
de muerte?
El primer paracaídas se abrió. Empecé a
contar lentamente los segundos.
Al llegar a quince, supe que estaba en
lo cierto. La velocidad de mi caída fue aumentando. Abajo me aguardaba la
muerte.
A los veinte segundos, con un fuerte
tirón, se abrió el segundo paracaídas. El sentido del humor del capitán era más
horrible aún de lo que había imaginado.
Con todo, novato como era en aquella
clase de descensos, me estrellé contra el duro suelo. Mi cabeza chocó contra
algo, y perdí el conocimiento.
Antes de abrir de nuevo los ojos, oí la
voz de Larry. Creí que se trataba de una alucinación, pero de ser así era una
alucinación muy persistente.
—Vamos, Jake. Despierta de una vez.
Abrí los ojos. Era Larry. Y lo más raro
de todo era que detrás de él había otra media docena de personas. Y dos de
ellas eran mujeres.
—Tenía que encontrarme contigo y
llevarte a un lugar de la costa, para que un crucero nos recogiera a ti, a
Bessemer y a mí. Pero el Directorio está enterado de todo. Será una trampa...
—dije.
Larry se echó a reír.
—Es una trampa, desde luego. Pero no del
Directorio, te lo aseguro.
—Estoy hablando en serio —dije—. Me
sometieron a la hipnosis y se enteraron de todo.
—Lo sabíamos —dijo Larry—. Matthews no
podía advertírtelo, naturalmente, porque se hubieran enterado también de la
advertencia. De modo que tuvo que inventarse una historia. Una historia capaz
de convencerte a ti, y de despistar al Directorio al mismo tiempo.
—¿Cómo sabes todo eso?
—No tenemos ningún crucero —dijo Larry—.
No tenemos ni siquiera una barca de pesca. Pero mantenemos contacto por radio.
Te estábamos esperando. Siempre esperamos a los inadaptados que son lanzados
aquí.
—¿Esperáis? —pregunté—. ¿Quieres
decir...?
—Sí —dijo Larry—. Tenemos aquí una
pequeña colonia, cincuenta y ocho en total, y vamos aumentando.
Me ayudaron a quitarme el traje de
lanzamiento. Noté un soplo de aire natural en, mi rostro, mezclado con el
perfume, el indescriptible perfume de las flores, de la hierba y de los
árboles. Larry espiaba mis reacciones.
—Esto es algo, ¿no?
—¿Y los salvajes? —inquirí.
Se encogió de hombros.
—Tal vez haya algunos más al oeste. No
hemos tenido tiempo de explorar todo esto detenidamente. Pero esta zona está
despejada.
La tierra crujía bajo mis pies.
—Pero, ¿por qué? —pregunté—. El
Directorio tiene que saber cómo es este planeta. ¿Por qué no regresan aquí, en
vez de entretenerse con proyectos interestelares que no conducen a ningún
resultado positivo?
—El Directorio —dijo Larry— es una
organización establecida para gobernar un grupo de ciudades artificiales
perfectamente controladas. Un Estado que se extiende sobre una docena de
planetas y de satélites, pero un Estado completamente urbano. Si los hombres
regresaran a la Tierra, volvieran a cultivar el suelo y a vivir en pequeñas
comunidades como nosotros hacemos ahora, el poder del Directorio quedaría anulado.
Y si deseas que te aclare más los motivos, es que desconoces por completo la
naturaleza humana.
—¿Crees que podemos vencerles? —le
pregunté—. ¿Que podemos desafiarles ante sus mismas narices? ¿Olvidas acaso que
disponen de un telescopio, el telescopio de Tycho, apuntando directamente a la
Tierra, inspeccionándolo todo?
—Nosotros no deseamos vencer a nadie
—dijo Larry—. Lo único que queremos es pasar inadvertidos. Vivimos en una aldea
de edificaciones muy pequeñas, enmascaradas, por añadidura, para más seguridad.
Cultivamos nuestra tierra, y nuestros agentes en los planetas se encargan de
reclutar nuevos adeptos.
De repente me acordé de Matthews.
—¡Pobre Matthews! —murmuré—. ¡Pensar que
sigue en Forbeston!
—No te preocupes —dijo Larry—. No
tardarás mucho en verle. Tiene prevista su detención para dentro de tres meses.
Se echó a reír, y el resto del grupo
coreó su risa. Una risa contagiosa. De pronto, estallé en una carcajada
incontenible. Larry apoyó una mano en mi hombro.
—Mira eso —dijo—. Míralo bien.
Mis ojos siguieron la dirección de su
mano, y pude contemplar la puesta del sol.
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